Los sábados por la mañana eran el
instante para ello. Lo eran por haber sido engendrados en la feliz miseria del
viernes por la noche. Feliz miseria para los que eran felices. Para los hombres
justos, justos en el sentido más bíblico, aquellos eran otra basura. Quizá la
imposibilidad de romper a llorar la rabia acumulada, la derrota de los
principios y la lucidez de que sus
sistemas brillantes decaían y no servían condicionaban la percepción. Mejor era
perder el alma; entregarse a la derrota en lugar de estar en medio de una pista
de baile viendo el deterioro alrededor, acumulando la crónica de cómo otras
personas (las mejores personas, y ya no sabían si esto lo decían con ironía o
fatalismo) malgastaban el significado de ese sustantivo alegremente. Era
sentirse, marcando el paso de la música mientras decaía lentamente en el
cansancio y el agarrotamiento muscular, como flotando en una balsa en medio del
infierno, sin padecer ninguno de los horrores, pero contemplándolos inevitablemente.
Se despertaban prontito, por su
sobriedad a pesar del agotamiento y el insomnio y se salían a ver el mundo.
Fuera de la habitación tenían un momento de paz, de tranquilidad serena, de
redención. Pero era un espejismo, la maquinaria mental engranaba pronto las
marchas. A veces sacaban un cuaderno y un bolígrafo fingiendo escribir cosas
muy buenas. Entonces se embelesaban a las dos líneas y garabateaban patochadas.
Luego el resto del mundo despertaba sucio y apestoso. Entonces ellos, los
hombres justos, justos en el sentido más bíblico, se recogían a quehaceres más
mundanos como colocar la ropa sucia o limpiar algo.
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