domingo, 22 de mayo de 2011

Mjolnir I


        Por suerte, mucha suerte, yo no lo vi en directo. Esto significa que lo que cuente es más o menos verdad. La historio es cierta, por supuesto. Doy fe en cuanto fui esa misma tarde y me lo relataron con pelos, señales y todo lo que tiene la fabula de brutal, estúpida, violenta… con tour guiado por los lugares de hechos y escenas de crimen (¡un luminol y una dactiloscopia, rápido! - ¡Marchando!). Y recientito, con el trauma saliendo del horno calentito y un poco crudo. De ahí en adelante lo que pueda poner es mala literatura. De todas formas, si se condensa lo que tienen que ser unas tres páginas de Word y dos semanas en una frase, como mucho en un párrafo corto, el relato ya tendría suficiente drama y cuadro para brillar solito, sin porquerías de mi cosecha. Y menos mal que no lo vi. Yo ya tengo mi cupo satisfecho, lo que le toque a los demás peor para ellos. El superhombre debería ser individualista (si no lo es ya por definición). La manada, en realidad, solamente supone la colectivización de lo malo que le pasa a cada miembro. Así pues, cada cual para sí. Por eso yo lo cuento y me descojono. Otros no. Por eso me importa un huevo. A otros no. Por eso lo lees. Me pierdo.

         El perro, en realidad perra, tenía un puto millón de años. Era un aborto cruzado y recruzado, podrido genéticamente (la hibridación, como todos los experimentos, tiene sus éxitos y fracasos). El bicho tenía, siempre la tuvo, desde cachorro; la apariencia infecta del repugnante coño peludo de una puta importada (¡Directamente a las aceras de su polígono industrial de confianza, señoras y señores; niños y niñas!) de “Pizarro’s land”. Pelo negro, rizado, rapado en verano y más negro y mas rizado, lleno de parásitos que le corrían por todos lados visibles en su existir, que se le agarraban a la piel violeta o (generosa) te los pasaba y se quedaban contigo en confianza como la visita de unos familiares mierderos. De todo tenía el animal: pulgas, piojos, garrapatas (algunas incrustadas, gordas, infladas, tersas, del tamaño de una almendra (quizá solo de un maiz tostado o sin tostar.). Envejecía, por tanto se moría, en el fascinante proceso de descomposición en vida que la naturaleza ha dispuesto en estos episodios. No era agradable. Algunos de los que la trataban le tenían cariño, sentimiento a lo venerable por lo del “ya tocará”. Yo no, a mi la perra me la pelaba. Más bien me daba asco, mucho asco, pero sin mas. Yo no lo hubiese hecho. Procuro dominar las tentaciones de brote que me dan a veces, no como otros por ahí.

         A la perra le quedaban dos telediarios. Se arrastraba por el mundo y la casa agonizando. Además había desarrollado un… ¿Tumor? (no sé lo que era, no soy veterinario, solamente puedo dar parte descriptivo) enorme adyacente a su ano negro de perro asqueroso. Era algo desproporcionado, como una mandarina pasada del todo tirada por la calle. El amigo daba la sensación subjetiva al observador de ser un ente latiente, casi vivo, autónomo. Eso y la vejez se la estaban comiendo, o arrebañando el plato con pan para no dejar nada. El animal, y su estado, suscitaban debates muy bienintencionados (de aquellos en los que nadie dice lo que piensa para que no se le tome por salvaje políticamente incorrecto, ¡Líbranos Señor!) en los que no se llegaba a nada. Con tanta chufla la perra seguía erre que erre en su intención de morirse y al viejo, que fisiológicamente no andaba muy lejos del perfil del propio perro (sobre todo respecto al cable), se le calentaron los cascos y tiró por la calle del medio ¡Santiago y cierra! ¡Que épico!, ¡Que bonito!

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