domingo, 15 de mayo de 2011

Los Reyes son los padres III



   
         Encajé la muerte (estaba completamente convencido, seguro, firme en la idea de mi final) con mucho sentido épico. Aunque os descojoneis de mi mal, mi comportamiento entonces es algo de lo que estar un poco orgulloso. No dije nada a nadie. Si lo hubiese hecho me habrían dicho la verdad y la historia acabaría aquí. Y como anécdota, sería una mierda. Me callé para no dar un disgusto, porque no quería que los míos sufriesen al saber que me estaba muriendo. Cuando pasase ya se enterarían y no era plan de ir jodiendo la marrana antes (prejodiendo la marrana). También quería pasar mis últimos tres días con relativa normalidad, sin dramones, llantos, ni “¡¡¡¡Aaaaayyyyy dddiiiiooooosssss mmmiiiioooooo…!!!!” (me he pegado algún que otro entierro para saber como funcionan). De verdad que todavía no sé muy bien si es que tenía un cuajo del copón o que era un gilipollas tan grande como una campana de catedral.

         Pasaron los días, rápidos de cojones (los críos que creen que están cascando perciben el tiempo de aquella manera), cada vez más puteado y jodido; disimulando la merendilla de caquita me estaba pegando muy estoico y muy resignado (un mártir cristiano de los de leones y “¡Estrecha, o abres el chiringuito o te saco los ojos, corto los pechotes…”, que la historia sagrada da para mucho hardcore).

         Y ahora lo puto peor. Resulta que mi pasión, muerte y resurrección (evidente la última, que no estoy escribiendo esto por güija, grafía RAE) fue para finales de año. Para decorar con grotesto el panorama, mi señora madre decidió, unilateralmente (como todo lo que se decide en mi casa) que la vispera de mi muerte era el día de comprar las porquerías y regalos de navidad (Fechas en las que siempre me dan tentaciones de ultraviolencia y langostinos. No se si por esto que cuento. Puede que si, puede que no). Así que nos fuimos todos a comprar juguetes. Por supuesto, yo llevando mi cuerpo torero de “para qué coño voy a querer juguetes estando muerto”. Disimulando, eso sí, fiel hasta el final. Mi madre, con esas capacidades para el contraespionaje que desaprovechó criando una familia, me notó algo raro, pero nada más. Tampoco es que debiera adivinarlo. Esa tarde e compraron un muñeco de acción al que le apretabas un botón en la espalda y, por medio de un artificio mecánico, lanzaba una patada ortopédica con su pierna derecha. Y como entonces todavía creía en los reyes magos, hubo que hacer todo el teatrillo para no tumbarme la película (en ese caso, se apartaban los juguetes en la tienda y el trío lalalá ya se ocuparía de ellos). Por suerte esa es una ilusión, entre otras muchas, que ya he perdido.

         Volvimos a acasa, ya de noche, en la pena, la mierda y la resignación mansa a lo que me tenía que pasar. Quiero pensar que atesoré momentos disfrutando de lo que había e iba a dejar de haber al día siguiente. Pero esto puede que solo sea una idiotez que le he puesto luego al asunto, como un bisoñé, para maquillarle defectos y creerme que fue más bonito. Llegamos a casa y, obediente, me acosté prontito en mi última noche. Me dormí enseguida. Lo del sueño funciona por contrarios cuando te quieres dormir no puedes y cuando te quieres no dormir tampoco. Por la mañana, evidentemente, me desperté. Yo estaba vivo. Mis padres me mentían. Cosas que pasan.

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