domingo, 30 de marzo de 2014

El entierro de la sardina II



            Estuvo allí desde el principio, desde casi la sobremesa. Mucho antes de que se prendieran las fogatas, mucho antes de que estas se hiciesen brasas en las que asar el pescado, mucho antes de todo eso, ya andaba por la plaza rondando como un ser carroñero. A su voracidad no la detenían ni los años, ni que el condumio a repartir fuese lo menos indicado médicamente para una vieja de calditos y purés, ni renquear de un lado a otro, penosamente, apoyada en una muleta de aluminio. Guardaba su sitio como un perro de presa, dispuesta a enfrentarse a todo aquel que la contradijese o le expresase una mínima oposición a su deseo febril y animal de hartarse a sardinas y chocolate. Era gratis y ella tenía derecho a ellas como ciudadana, no desperdiciaría la ocasión aunque las malas lenguas la estuviesen despellejando un mes, o más. Ojala que su conciencia cívica, y su pasión por embutirse como una puerca con lo comunal, se trasladase a iniciativas más puras como la solidaridad o la defensa de sus derechos sociales. En fin, tampoco era la excepción, solo una más de la miríada de jubilados que, cada día, atasca las colas de celebraciones por toda la piel de toro dónde se reparta comida gratis: paella, chocolate, cocidos… Grandísimo país de tragaldabas y panzas, representados por la senectud gastronómica y epigástrica de sus mayores.

            Ella solamente fue la primera, pero ni mucho menos la única. Poco a poco, la zona se fue llenando de cofrades al son de la música y al penetrante olor de las sardinas. Todos con el mismo objetivo, y el mismo perfil, sobaban ansiosos los platos, cubiertos y vasos (algunos casi jarros y fuentes, para así poder coger más). El menaje se lo ponía cada uno,  pero no pasaba nada. Lo importante, el verdadero meollo, no daban dado. Finalmente, y ante la presión popular, se arrimó mechero a las pilas de madera. Todas las viejas (ella la primera) se estremecieron de gusto relamiéndose como gatos.

            Al rato la plaza entera estaba apestada por el tufo del manjar. La manduca estaba lista y eso se notaba en las miradas de pique de semáforo que se lanzaban unos a otros. Todavía quedaba la duda de si se organizaría alguna cola de racionamiento o el modo divertido, la anarquía del “maricón el último” tan popular en el descontrol de los organizadores. Se impuso esta alternativa casi por necesidad. Y es que con los peces todavía en las parrillas, algunos ya los querían arrancar de allí y zampárselos aunque se abrasasen el esófago. La presión popular forzó la estampida, el pistoletazo y, en cuanto se desprendieron las primeras sardinas de las alambres, todos se abalanzaron sobre ellas como famélicos.

            La vieja, por supuesto, hizo valer su privilegio de haber llegado la primera y, mitad a voces, mitad a codazos, arrambló con su ración humeante, medio desmenuzada por las prisas. Empezó a masticar, cabezas y espinas incluidas, antes incluso de salirse de la caótica fila. ¡Qué buenas estaban! Tanto que repitió unas cuantas veces, mezclándolas con vaso tras vaso de chocolate. Era una combinación como para cargar un cañón, la ambrosía de los dioses. Ella, y como ella casi todos, estuvo engullendo y engullendo hasta el dolor.

            Esa noche, en la cama, tuvo una de las indigestiones más felices que se recuerde.

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