domingo, 23 de marzo de 2014

El entierro de la sardina I



            El carnaval había pasado sin pena ni gloria. No era, precisamente, un lugar con mucha tradición, con disfraces, comparsas, chirigotas o (y eso les hubiera pegado bastante) alguna tradición atávica de equinoccio con los mozos cubiertos de pieles de cabra o algo por el estilo. En lugar de todo eso, eran mucho más modestos. Solamente el viernes anterior los chiquillos de la escuela se habían pegado la vuelta al ruedo con trompetillas artesanales y una escenografía (cada clase la suya) a base de plástico de bolsa de basura y chorretones de cera de colores en la cara. Entonces había tenido su excusa, el “mientras jodo, no barro”. Los profesores, entre ponte bien y estate quieta, se habían pegado una semana (o más) matándolas con la tontería. Después de eso, poca cosa más: alguna madre demasiado motivada sacando al crío el domingo con su flamante y nuevo disfraz prefabricado de los chinos (días en que los delirios satinados en rosa y azul corretean chillones simulando princesitas o cowboys…) y los borrachos del bar, por la noche, tirándole harina a los portales y coches de la plaza. Ese había sido el carnaval. Una mierda del tamaño de una catedral para algo que se anuncia como desenfreno, sensualidad, locura… Quizás es que el hedonismo postmoderno ha echado por tierra la pequeña licencia terrenal del significado de esta fiesta antes del recogimiento de cuaresma.

            Decíamos que el carnaval había pasado, y además sin pena ni gloria. Por lo tanto, lo que dictaba el calendario ese miércoles era la ceniza y (en su versión más prosaica) el entierro de la sardina. A la solemne misa, por la mañana, no fue ni el cura. El amigo, aduciendo que el compromiso de pastorear tres pueblos a la vez en la comarca era un peso inmenso para sus hombros (de gandul. Esto no lo dijo él. Esto se añade de la cosecha mental del populacho al respecto). Lo de por la tarde fue otro cantar, ahí si que estuvo de bote en bote. Por estar, hasta estuvieron las fuerzas políticas del pueblo, que eran quienes organizaban el evento. A ellos se les unió el pueblo entero, desde los más pequeños hasta los más ancianos (de hecho, especialmente  los más pequeños y los más ancianos). Aunque la ceremonia era sencilla (no se iba, como en otros lugares, a escenificar la destrucción de un pobre pez-símbolo de cartón piedra) resultaba multitudinaria también. En las lumbres repartidas por toda la plaza asarían unos cuantos kilos de sardinas bien olorosas y se regalarían a los asistentes, junto con los vasos de chocolate que quisieran, hasta llenarles la panza. Eso podían ser, en su caso, muchas sardinas y mucho chocolate.

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