domingo, 9 de marzo de 2014

Crimen perfecto I



            El empleado de la funeraria estaba en el bar templándose los nervios y contándole el cromo a todo el que pusiera orejas. Se estaba tomando un café con leche y, lo que transmitía bastante de su grado de profesionalidad, un chupito de licor de hierbas. No era precisamente la mejor idea en un día que había estado cerca, pero que muy cerca, de comerse una mierda superlativa; pero esas consideraciones y pecadillos van según cada uno. Los años en el puesto, y la deshumanización lógica que conlleva tratar cotidianamente con su tipo de clientes, lo habían curado de espanto hacía mucho. Pero es que hay cosas inimaginables, y dar por sentado la coherencia de las circunstancias es la vía más rápida para joder (o que te jodan) la marrana. Le dio otro sorbo al cortado y un tiento al licor, compensando uno con otro, para aclararse la garganta. El respetable (la gordaa camarera y los cuatro pasados tomándose las once) no daban crédito (teniendo en cuenta quienes eran los protagonistas del relato, algo sí…) a lo que oían. Catetos y supersticiosos, se estremecían con las implicaciones de lo que el de pompas fúnebres narraba, especulaba y omitía. Él siguió contando, entre sorbos a las consumiciones ¡Qué cajarillo más estereotipado!

            Resulta que al figura lo habían avisado por la mañana, para que acudiese a despachar a uno de sus fiambres en trámites, mortaja, caja y demás. Hasta ahí todo correcto. Lo marciano arrancó cuando quien notificó el fallecimiento fue un vecino del mortadela. Él,  y no ninguno de los dos hijos sesentones con los que convivía el muerto, era el que se puso en contacto con la aseguradora y la funeraria. Oficialmente, los hijos habían telefoneado repetidamente (el empleado juraba que en ningún registro aparecieron esas llamadas y, con el resto de comportamientos del par de dolientes, cuadraba la mentira a kilómetros). Sin ningún planteamiento ulterior de lo raro del aviso, la empresa envió, con coche, ataúd y demás, al currela. Éste encaró el encargo con rutina y oficio. El surrealismo se destapó después, cuando se dispuso a preparar el cadáver.

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