domingo, 26 de agosto de 2012

Ítaca

Mercadillos navideños que pudieron ser otra cosa y no fueron



         Ítaca está en la felicidad de la promesa, en el cambio, en la idea misma de Ítaca. Ítaca puede ser en la realidad un agujero infecto, un asco. Puede ser también que seas capaz de ver con lucidez, incluso fatalismo, la sordidez de Ítaca. Pero eso no importa. Tiene el maravilloso don de crearte fe. Piensas en ella mientras te partes la jeta en Troya y supone la esperanza de un volver, de encontrar un refugio, de casa. Eso es lo fundamental, la esperanza. Te hace tirar un día más. Te hace además contar cada uno de esos días, que se van haciendo más largos, más putos y más mierderos, según pasan. Porque cada día es un poco más jodido excavando con la cucharilla el túnel que te tiene que sacar. Uno más ardiendo, uno más en el que queda menos de alma para quemar. Hasta que llega aquel en el que, con petate marinero para dar más verosimilitud a la foto, te encaramas al barco y leva.

          Yo de todo esto no pensaba un carajo porque tenía bastante con el cuento, con las mundanas cosas del viajar como puede ser arrastrar una maleta como un cabrón por estaciones, aeropuertos, ciudades, pueblos, buses, metros… A mí en ese momento el taxista no me estaba dando la visita turística por el camino más largo. Eso porque había pactado de antemano el precio y al colega no le interesaba la vuelta al ruedo. De cualquier manera me estaba haciendo el truco (taxistas, ese gremio) y el precio era turista preferente, pero me daba igual. Daba por bien empleado el dinero ya que me quitaba dar vueltas y deambular por depauperados transportes públicos en una ciudad sin líneas circulares o un sistema que una más o menos bien la principal estación de ferrocarril con el aeropuerto. Tenía la radio puesta. Yo iba delante. No hablábamos porque ni teníamos del de qué ni el cómo. Miraba por la ventanilla y disfrutaba del tiempo hasta llegar, hasta ponerme con los trámites de embarque, que no me gustan y me agobian bastante porque en ellos un montón de cosas pueden salir mal de la nada y, entonces, repertorio.

          Una vez allí tampoco sucedió nada. Solo que embarqué en un vuelo low cost. Pasé el trámite de dejar la maleta, de la seguridad y de esperar en la zona de embarque mareando la perdiz en la zona de duty free. Sería una gilipollez extenderme en que la gente se agolpó a la puerta buscando el sitio, en la cestita dónde hay que meter el equipaje de mano, en el mes esperando dentro que algo pasase, doblando el cuello para mirar por la ventanilla o mirando a un punto infinito del pasillo autosugestionando la hipnosis (siempre es mejor ir acompañado, hablas con él y en las turbulencias puedes soltar un “¡Vamos a morir todos!” a alguien de confianza). Yo estaba sentado solo, de brazos cruzados, esperando, nada más. Las azafatas hicieron el numerito cabaretero de las salidas de emergencias y los chalecos. Hubo algún iluminado que se puso a hacer fotos. Ellas montaron un pequeño pollo con el argumento de que era ilegal. La gente ha perdido el sentido de lo apropiado-inapropiado, quizá nunca lo llegó a tener. Los motores, en un momento dado, comenzaron a zumbar, a acelerar calentando. Finalmente se empezó a mover. Fueron unos segundos, no más. No soy capaz de describir las sensaciones subiendo, con el hormigueo que a mis órganos le transmitía el asiento, de entonces. Bastante de alivio, también me relaje como hacía mucho que no lo hacía, puede que hubiese un poco de nostalgia y algo parecido a ver el puente por el que acabas de pasar ardiendo detrás. Creo que fui feliz. Después cerré los ojos e intenté quedarme dormido para que el viaje se me pasase cuanto antes.

         Todo se quedó atrás, todo se queda atrás siempre: los lugares, la gente, lo que amas y lo que odias, cosas que echaras de menos, que darías lo que fuese por volver a ellas y vivirlas otra vez o corregirlas. Las cosas importantes, imprescindibles, van pasando a una nevera donde se enfrían hasta que no les queda significado, solo su leyenda y la imagen de cómo el tiempo las deteriora. No se gana, no se pierde, solo se sigue, la mayor parte del tiempo solo por el páramo, para delante. Nadie se acordará después de ti. Ítaca… No se vuelve. Es otro lugar dónde seguir peleando hasta perder. Es otro lugar del que irse algún día.


 

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