domingo, 1 de abril de 2012

La imaginaria de David el Gnomo II



         En esto apareció espontáneamente, de la nada, de mi propio subconsciente pornillo adormilado. Era normalita, treinta y tantos, nada especial. Lo único es que se había encaramado a lo alto del convento con una camisetilla de tirantes en comando y claro, el esfuerzo, el frenesí, la incipiente sudada… le tenían los pezones como para cortar vidrio. Eran pequeñitos, y de esos más bien oscuros, no de los rosas, ni de los que parecen monedas de quinientas, ni las galletas campurrianas. En la camiseta blanca se destacaban e intuían perfectos, maravillosos, “las largas” de toda la vida. Pero llegó el marido, o mancebo, o novio, o lo que coño fuese. La verdad es que el puto sitio era un poco merendero de moñas en parejita y trekers de saldo en macro cadena de deportes. Se pusieron a hablar en francés entre ellos, que yo los cuarteleros que me pegaba me los solía pasar de convidado de piedra y trantrán. No me compraron nada, para tristeza y desdicha de David el Gnomo. Tampoco echaron al cepillo, otra desilusión, y se marcharon.

         Sobra decir que la visita de los pezones me perturbó en grado sumo. Cierto es que en aquellas andaba más salido que un mono adolescente porque mi media onanística, por lo general en números de bota de oro, andaba en sequía goleadora como la de algunos que se fueron al Cheslea como estrellas y acabaron estrellados. Compartir piso, y habitación, y saber cuando se entra al tajo pero no cuando se sale, no es que ayuden precisamente a tener un ratito de paz e intimidad y meterte una buena paja de combate.

          Por eso, a los diez minutos de marcharse mis nuevos dos amiguitos, la hostia de testosterona me tenía como para machar nueces con los cojones. Decidí la calle del medio y me metí en una especie de tunelcillo o sacristía que circundaba el altar por detrás.

         Allí, y con un oído puesto fuera no pasara que apareciese un turista y se encontrase la estampa de Goya, me la zurré como mandan los cánones: de pie, sujetando el gayumbos con la otra mano, violenta y frenéticamente. Para quien le pueda interesar pegué una corrida que ni Belmonte en Sevilla y dejé la mocarrada allí, en el suelo, (¿Dónde comienza el aborto?) secándose, ocupando medio baldosín en el despliegue de fuerzas.

         Me senté más en calma que el puto Buda y al momento entró la procesión. Por la puerta dos monjas y tres curas. Los tres últimos de paisano, pero se les nota siempre a la legua el pelo que gastan. Dentro vieron el chiringuito, los tablones con la información y demás mierdas. Tampoco se dejaron un céntimo, en otro comportamiento más que los declaraba del santo clero. Al acabar, se salieron todos menos la monja más vieja. Esta, en la tarima que estaba al lado del altar medio desvencijada, se plantó en lo que podía haber sido un principio de portagayola espectacular. Al hacerlo, casi se me va al suelo, con lo que el día se me hubiese puesto bonito de cojones (de postre monja hostiada con la cadera rota). En hinojos, se pasó su buen cuarto de hora dale que te pego al rezo conmigo al lado sin saber muy bien que hacer, con esa comodidad de hemorroide al rojo vivo. Acabó, besó el suelo y se salió con los otros. Fuera montaron botellón, digo rosario y allí se estuvieron su rato contándole cosas a la virgen. Yo acabé con lo mío y a su hora chapé todas las mierdas, recogí y a casita rey, que me lo había ganado.

         De ahí mi pregunta: ¿Si te la pelas en una iglesia y a los cinco minutos entran tres curas y dos monjas, eso es buena o mala suerte?

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