domingo, 24 de abril de 2011

Borrón y cuenta nueva


      Hoy toca otra cosa, mariposa. La entrada de hoy me la ha hecho Patxi, un amigo. El “cabronazo” mano para estas cosas gasta y yo, que soy un vago, un gorrón y creo en el trabajo hecho por otros (sobre todo con resultados como este), pues lo he timado para aparecer y comparecer aquí. Quizá (seguro) le falta mierda, mal gusto y malas hechuras para entrar en lo habitual de las putas miserias. Así ganamos todos: yo, que por una vez no pongo una plasta apestosa en Internet; las putas miserias, que por un domingo descansan y se dignifican; y tú, que por primera vez no te metes entre pecho y espalda un mondongo de los míos. Disfrútalo, que merece serlo. 





        Con la sutil indiferencia del que nada debe, del que de nada se arrepiente, el señor Sombrero sale a la calle en busca de dinero. Se sabe poseedor de un mágico secreto. Y lo guarda fielmente entre los dedos. El señor Sombrero es hombre cabal, inteligente y serio. Con la boca pintada en la suela de sus manos, avanza impertérrito sin flaquezas, sin excusas y sin miedo. Hace muchos años quiso ser poeta y astronauta y caballero. Hoy mira las estatuas como quien mira a un aeropuerto, lleno de torpezas y de anhelos. Pasea por las plazas acurrucado en la firme inteligencia del que sabe qué hacer, del que se jacta de tener una senda con buen sueldo y posibilidades de ascender. Así se lo repite a sí mismo siempre que se encuentra detrás ¿o era delante? del espejo.

        Cada verso que sale a la calle, lo escribe sin imaginación, sin esperanza. No quiere interferencias que le hagan sufrir. Así que ni siente, ni sufre, ni padece. Por no hacer ni se enamora. “Así no soportaré ningún mal” piensa. Pobre señor Sombrero. Pero a él le funciona este plan. Disfruta de buen tiempo durante el vuelo. Sin sobresaltos no hay malos momentos. Ese es su epitafio en vida, el que le enseñó su madre. A veces se acuerda de ella. Una mujer recta y cabal, muy respetada y muy seria y muy señora. Como debe de ser, dicen los que no dicen nada. No tenía flores en su casa, no tenía amantes, conoció a un pobre hombre y lo hizo feliz. Todo lo seriamente feliz que se le debe hacer a un hombre. Sin aspavientos, sin florituras, sin abrazos, sin orgasmos…

        El señor Sombrero abandona en el olvido el recuerdo de su madre y continúa su camino. Entra en un bar y pide un café. Hoy se siente triste. Será el tiempo, será el nuevo impuesto sobre los hombres que jamás sueñan despiertos. Esto sí supone un problema para él. Cómo es posible, se dice, que los hombres rectos deban pagar por las manchas que dejan los insomnes, los cobardes, los borrachos. Pues él odia a los que cantan y bailan, a los que besan a su chica a traición de madrugada, y comparten juntos sueños, canciones, obras de teatro. Y sí, claro que sí, se acarician juntos y se provocan uno y cien y mil orgasmos. Pero él no tiene tiempo para magos. Prefiere la seguridad de los contratos. Todo bien establecido, acordado de antemano. Y dinero, sí, dinero, que le de seguridad y un hogar prefabricado. Poderoso caballero es Don Quevedo.

        Termina su café y le pide la cuenta al camarero. Se jura a sí mismo no volver a divagar en mares de sentimientos que no llevan a buen puerto. Eso no es serio, se dice. A partir de mañana borrón y cuenta nueva. Más seriedad, menos poemas. Y sin embargo, él no lo sabe, no tendrá tiempo. Pues voy a matar al señor Sombrero. No se merece ni siquiera que intente relatar su desconcierto. Yo lo creé en este cuento, yo me lo inventé y yo lo entierro. Pues él, aunque no lo sepa, ya está muerto.

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