domingo, 17 de abril de 2011

Pellejos II




         Al principio van por el casco urbano, entre edificios domingueros vacíos por la temporada baja. Si no estuviese a lo suyo seguro que se daría cuenta del olor a ladrillazo y el prefabricado del sitio. El que no se vea gente es una ventaja. No tienen que fingir para dar buena estampa y se relajan en la estética exteriorizando las pasiones, muertes y resurrecciones de su fondo cardiorrespiratorio. De momento va bien. Con los primeros minutos acompasa la respiración al paso y va calentando. Todos sus dolores y molestias se adormecen detrás del “entra aire-sale aire” y le gusta sentir su momentánea superioridad respecto al esfuerzo físico. La carrera va por sitio llano a nivel del mar aunque zigzaguee a través de las aceras, pasajes, manzanas cruces, vías de acceso. Desembocan en el paseo marítimo. No tiene ninguna gracia, nada especial. No es el sitio para pasear dolce vita por el enlosado blanquirrojo y las vaguadas de los torrentes con una incauta al anochecer. El mar está parado. Huele a desagüe, a mierda humana con un toque químico. La playa está también prefabricada, ese aspecto tiene. Como algo mal embalado dispuesto para una segunda mano. Solamente algunos jubilados gordos dan un paseo, supuestamente cotidiano, en chándal con cara de trajín y sufrimiento. Él lleva el suyo todavía con dignidad pero el dolor y la sensación de asfixia (intentaría meter aquí alguna coña sobre la autoerótica y, por ejemplo, algún famosete en una fonda tailandesa. No me sale ninguna, otra vez será) crecen. Por lo demás algún que otro viejo, como la peña del acetato, pesca desde la orilla peces limpia fondos sobrealimentados. En el borde grandes medusas marrones parecen fuentes de flan tiradas por el suelo. Y aguanta, de momento, porque va cantando la misma frase de una canción de Siniestro Total políticamente incorrecta para el momento y lugar. Si la soltase por encima del resuello a lo mejor le costaba un disgusto, bronca, polla voladora. Y aunque se relacione, la frase y la canción, con el episodio de sus partes berrendas (siempre quise utilizar la expresión), la ha vaciado de contenido. Repite la frase como un mantra o las avemarías de un rosario, para llegar a un lugar mental en el que no exista nada. No se acuerda de la polla, pero volverá. En el fondo no se ha marchado a ninguna parte.

         Vuelve cuando al notas del primero le da la neura y les hace meterse al agua, con ropa y calzado. Otro día. Dentro avanzan una veintena de metros con el agua al pecho ¡Que divertido! Y el cabrón se cree que está haciendo una gracia. Para algunos lo es porque se sale del correr a lo tonto, como buenos putos borregos uniformados. A ellos el agua salada no les escuece. “Todo lo que escuece cura…”. Y queda un cacho. Por lo pasado y la estadística, unos diez minutos, los peores de todo. Salen del agua y, para que no se constipen las criaturas, se ordena quitarse la camiseta.

         Llegan (“Turn, turn, turn…” y esas cosas) al cuartel otra vez. Se ponen a estirar y recuperar. La ropa se ha secado y lija la muy puta. Es lo que tiene. En fila, le dan a cada uno un manguerazo de una toma en el suelo que vale para un roto y para un descosido. Es para endulzarlos. De ahí a la ducha, diez minutos. Las que hay están ocupadas. Tíos más rápidos. Se mira sus cosas y la vida sigue igual (Julio, cántate una). Uno sale y él se mete se enjabona entero, como puede, con la pastilla pero sabe que es insuficiente. De la alcachofa fija de la pared sale el agua como turbia. Pueden ser paranoias. Acaba, se seca y se viste delante de la taquilla abierta. Una gorda, compañera de oficio, los mira por un ventanuco. Nadie tiene vergüenza porque es un lujo para otros ratos. De momento se le calma el pito aunque no se le deshinche el pellejo. Milagros del placebo y la autosugestión.

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