domingo, 10 de abril de 2011

Pellejos I




         Desde por la mañana, desde que se levanta del catre y jergón, le preocupa el prepucio. Tiene una pequeña infección y está al doble de su tamaño habitual. Pero no tiene mucha alternativa. Por eso se pone los calzoncillos, slip, grandes, blancos, de algodón sudados y sucios de los últimos cuatro días. Baja a desayunar, con formación antes y todos los buenos días de la pompa militar. En la fila del comedor camina como si llevase de coquilla una copa pompadur de cristal de bohemia. Se come los cereales (hidratos para después) pensando que si se lavase unas veces se quitaría. La manzanilla también va bien, dicen. Quizá si pidiese botiquín… aunque botiquín para qué. Daría la película. Además nunca supo de nadie que se le gangrenase la polla ni de nadie que muriese por tener, espera que sea circunstancialmente, el prepucio bastante más grande que el glande escondido debajo.

         Se le empezó a poner así ayer por la tarde y no sabe que hacer. Por la noche probó a untárselo, en la intimidad de un cagadero con los tabiques a media altura, con una pomada amarillenta para las rozaduras de la ropa, las quemaduras, los culitos de las criaturas, etc, que le prestó un compañero. Tuvo dificultades, evidentes, para aplicárselo por la poca elasticidad de la piel inflamada y la sensibilidad natural de la zona. Le tocó, además, poner todo el cuidado en que la pomada no se aproximase a la uretra (¿Se llama uretra el agujerito de la polla?) pero fue imposible. El resultado, cuando se cerró el “petate”, fue una polla pringosa, con copos amarillentos de pomada brillante que escocía al mear como fuego. Seguro que el remedio lo empeoró todo. Por probar…

         Espera que hoy, en los quehaceres cotidianos de las maniobras, le concedan un tiempito para la higiene básica. Si sucede se arrimará a la zona agua y la pastilla de jabón de dotación. El jabón es verde oscuro jaspeado, y duro, y huele a la espuma de afeitar de un viejo un domingo antes de misa. Pero es lo único que ha traído. Ocupa poco espacio y viene en jabonera de plástico,  recipiente ideal como envase de un kit de fuego en la mochila de combate. De momento y recién desayunado vuelven al cuartel abandonado dónde se alojan estos quince días. Lo forman con los demás y le conceden cinco minutos para cambiarse a la ropa de deporte: camiseta, calzonita-bañador y zapatillas (que los primeros días sabían a gloria en contraste con las botas y hoy están mojadas porque ayer se metieron un poco en el mar con ellas). Piensa que sudar más la ropa interior no va a ser, precisamente, bueno para su problema íntimo. Intenta encontrarle una postura en la que no se mueva mucho y no se irrite más mientras hace un disimule de calentamiento de tobillos esperando que vengan, de corto también, los del turno. Los pies le suenan “chof-chof. No pasa nada. Una de las cosas que ha aprendido estos días es que la ropa mojada como mejor seca es puesta. Eso sí, la piel de debajo debe ser un punto más dura que la tela húmeda para que el negocio funcione y no sea peor una cosa que la otra. Espera que los pies lo sean, y que el salitre que cogió el calzado no influya en la ecuación. Seria mierda meterle al cuadro sintomático general unos pies jodidos.

         Los mandos aparecen y clasifican al personal en grupos de carrera desde el olimpo atlético militar a la desidia gasterópoda reclutada. A su grupo le salta de espontáneo como director de orquesta un primero motivado y verborreico que, por superar sus complejos ante los otros de su calaña, siempre toca un par de piezas más de propina. De subalterno tiene un cabo vigoréxico en mallas marcando paquetito ballet que sería el terror en cualquier village. Dan la orden y avanzan de a tres paso de carrera. Virgencita, virgencita, que se quede como está.

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