domingo, 9 de septiembre de 2012

Basuras I



          El pueblo no había cambiado. Seguía siendo un lugar penoso y deprimente donde pasar el tiempo mirándose las manos, sin nada que hacer, enterrado en vida. Era un sitio muerto, infeccioso. Te contagiaba su peste hasta que te convertías en un animal, engordabas, todo te daba lo mismo y el tiempo pasaba por pasar. El pueblo había caído, no había oportunidades, no había actividades, no había gente, no había nada. Pero se agarraba a la pierna de uno arrastrándolo. ¿Querías comprar, un trabajo, algo que ver, sitios a los que ir, gente con quien hablar? De eso no había nada. Estaba viciado, y eso se notaba yendo por la calle. Calles en las que no había más que viejas de negro a las puertas de casa. Personas, o casi personas, que te miraban, te evaluaban y desconfiaban de ti. Muchos años de un microcosmos de odio, rencillas, envidias, y todo expuesto a la calle. No había secretos y todo volaba. Eso hacía que, en su endogamia emocional, el pueblo tuviese una tensión, una violencia latente, como en una zona de guerra los momentos de tregua entre combates. Y ese era el problema, nada canalizaba la tensión, no había ocio, no había descanso. Estar todo el puto día en guardia rompe cualquier tipo de alma. La alternativa, encerrarse en casa. ¿A qué? A no hacer nada, ver la televisión tumbado en el sofá y comer. Porque una calle vacía puede llegar a dar más miedo que un animal que te ataca (pongamos un perro grande, por decir uno). Después es relativamente fácil. Solamente dejarse llevar hacia abajo. Entonces se pierden las nociones más básicas. Todo da igual, dejas incluso de ducharte regularmente, de afeitarte, no te importa lo que te pones, no te importa lo que haces. Solamente esperas, sin enfocarlo a nada concreto, mientras la cada vez más pequeña parte de humano dentro pelea un poco más cansada y derrotada cada vez. El maravilloso encanto rural, un jodido cuento vendido por los gilipollas de los domingueros a los que les queda el comodín de, cuando se hartan, volver a casa. La cuestión es cuando se vuelve a esto y no hay otra posibilidad.

         Allí estaba él otra vez, muriéndose del asco, hundiéndose. Ese día sacaba al perro a que corriese por el campo y se aliviase de sus cositas dejando su apestosa mierda de pienso canino barato al uso y disfrute público. El bicho tiraba de la correa azul agachándose contra el suelo y asfixiándose, metiendo ruido al respirar y dando el cuadro. En la puerta de la iglesia informes momias de un puto millón de años veían acercarse a la de la guadaña y él paso, como siempre hacía, rígido, mirando al frente y sin decir nada (un pecado en el lugar). Eso si, nadie se dio cuenta de que tuvo la deferencia de manejar a patadas al perro para que no se echase sobre los viejos, que el chucho era así de juguetón. Las pequeñas cosas son las importantes… ¡Y una polla! No sirven para nada.


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