domingo, 20 de mayo de 2012

De artistas y zorras I



         Era una puta rata estonia, mezcla étnica que había nacido en los coletazos de la URSS, que ahora pululaba, muy rubio, muy bohemio y muy artista por las europas con su cara de gilipollas llorón, su descasta y ese aura de asco que provocaba alrededor a los que le conocían un poco. Vendía el cuento y moto de ser un artista, y ponía mucha pose, mucho esfuerzo y mucho sacrificio en parecerlo, que no en serlo, ese era otro cantar. Pero la verdad se esclarecía pronto, cuando, viviendo con él, descubrías que solo tenía dos calzoncillos y que, además de nunca hacer nada por la básica higiene doméstica, perpetrase perlas como sonarse los mocos con la mano sobre la pila de la cocina atestada de los platos que luego se usarían para comer. Por eso todo el mundo lo despreciaba profundamente, menos una cuadrilla de amigotes postureros con los que hacía cosas muy artísticas, como fotografías a muñecos de plástico en la basura, o fumar porros (que no sé si será muy artístico en cuanto que los paletos, al menos de algunas zona, también se dan a ello, eso si, con menos ahínco y menos prosopopeya que los de la calaña de éste sujeto). Había estudiado, como en una novela del XIX en San Petersburgo, concretamente fotografía. Pero era un vago que por no tener, no tenía ni las herramientas de su oficio (más de dos meses se pasó para conseguir un objetivo para la cámara cuando se le rompió el anterior). Pero todo esto se le daba una puta higa. El era feliz haciendo lo que se le plantaba del nabo sin dar cuentas a nadie, sin pedir permiso ni perdón. Quizá sea yo el que esté equivocado por intentar mantener una serie de compromisos tácitos para con el prójimo en cuanto a respeto, empatía, razón y saber comportarse (o al menos intentarlo, de la manera más apropiada posible).

          Con ella componía la pareja ideal. Ella venía de vuelta de todo, estaba tan pasada, tan trillada, que todo le daba un poco igual. Cierto es que nunca había habido nada dentro, ni mucho esfuerzo en educación y esas cosas… donde no hay mata no hay patata. Ahora, y tras mucho danzar por la vida había acabado aquí y así. Y el así era ser un putón enfermizo y sin casi futbol en las botas cuyo coño semejaba el orifico de una lavadora, tanto por tamaño como por cosas llenas de suciedad que entraban en él. Había abortado dos veces, lo es un dato que, por supuesto, no valoro ética ni moralmente (bastante tengo con lo mío). Me lo dijo porque en tiempos, y por eso del compartir nacionalidad, me tenía una cierta confidencialidad (que no sé bien si esta palabra está bien puesta o no aquí). En el tiempo en el que se relacionaba la puta asquerosa venía a verlo cada puto fin de semana. El que coincidía que no ya se buscaba a otro y, con esa facilidad que tienen la putas reputas para encontrar un dinamitero borracho, pues perpetraba lindezas como el día en que la rata la envió un sms diciéndole que era lo mejor que le había pasado de un tiempo a esta parte y ella recibió el pastel comiendo chorizo. Concretamente el chorizo de Almendralejo de un criajo cani que, en palabras de la interesada, calzaba del tamaño y forma de una gladius (espada romana de las de toda la vida). En honor a la precisión de la narración debo añadir que, por pormenorizar el dato, ella tuvo a bien contarme que apenas le entraba en una, la suya, boca por la que a esas fechas señaladas había entrado de todo y poco bueno. Por suerte, o desgracia, o lo que coño sea, la ratartisa gastaba menos calibre, algo más operativo, casi de tiro de competición, una salinera. Una pena que por supuesto ella me contó en una versión de sacrificio y abnegación ante lo duro (o no tanto) que era amar algo tan poco dotado para algo tan pantagruélico. Pero a mi plim, que yo duermo en pikolín y con mirarme la mía propia cuando meo y me toco tengo bastante.


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