domingo, 24 de julio de 2011

El reloj del tonto I

 
        El primer día llegó y se sentó en su silla verde de niño chico y colegio. Iba vestida un poco rara y tenía el pelo cortado con un aire psiquiátrico, pero poco más. No hablaba y, cuando decía algo, era siempre algo un tanto trasroscado, fuera de juego. Después cuadraría más, pero el primer día, cuando todo el mundo es prejuicio e intuición, ni fu ni fa, una más del ambiente deprimido en el lugar. Ese día no se hizo nada y pasó sin pena ni gloria. El segundo se fue lo mismo, calladita, como ida, interviniendo poco. El tercero fue cuando decidió dejar de ir.

         La película se la montó bien de cojones. Desapareció y en su lugar fue su madre que la parió con la papeleta, bueno, la papeleta o el parte de baja médica. Un tobillo torcido, esquinzado, fisurado, inyecciones, inmovilidad facultativa recetada… La jerarquía del cursillo (porque a lo que comenzó a faltar era un cursillo laboral becado para la reinserción, bonita palabra que se come las economías de los lugares, de personas en situación de riesgo como ella, y como yo mismo que lo vi y lo estoy narrando) pensó en darle la baja definitiva del periodo formativo y meter un suplente por aprovechar la rutina logística y que no se perdiesen alumnos y becas. Para ello, ella tendría que haber firmado un acta de renuncia u otra de esas mierdas de papel del pelo, de los que acaban “En tal, a tal de tal de…”. Ahí la vieja, muy ladina, sacó pies con arte y escena. Cierto que es que la estampa movía a la compasión. La madre no distinguía, en su propia demencia senil, el culo de las témporas y no sabía nada ni de firma ni de hostias. La vieja colocó la estampita y se quedó en que se llamaría a la interesada, ésta iría a firmar, entraría el suplente fresquito para la prorroga en una semanita y aquí paz y después gloria (segunda locución de la tarde con la palabra “gloria”). La vieja debió salir corriendo a escape cuando la dejaron marchar con ese acuerdo.

         Una semana después, en la que se iba a solucionar todo, seguía sin aparecer, por ningún lado. Administrativamente la llamaban cada día unas cuatro veces a un fijo en el que, por turnos, contestaba su puta madre y el Tato. Ni ella, ni la vieja, ni el coño moreno, daban señales de vida. Al suplente no lo vi, pero según los mentideros del curso, seguía calentando en la banda cada vez más hasta los huevos.

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