Como todas las putas mañanas, el imbécil
de la habitación de al lado se levantó dando gritos. Esto normalmente no le
molestaba mucho. Los días laborales, él madrugaba más y se libraba de la tontería.
El problema estaba en aquellos libres, en los que se podía quedar en la cama
tocándose los huevos, durmiendo, soñando, morando con desprecio al reloj en la
mesita. Pero no había manera, el gilipollas de la habitación de al lado siempre
tenía que dar la nota: cuando no eran berridos cagándose en todo, lo eran de
alegría o, con dos cojones, plantaba música. Ese día, por lo menos, sería por
un rato. Todos los del pasillo de dormitorios se iban de excursión. Todos menos
él, que pasaba un huevo.
Por eso se lo tomó con bastante
resignación. En un rato, el puto anormal ya no estaría allí. De hecho, ninguno
estaría allí. Entonces tendría silencio, descanso, paz. ¿Quién coño quiere ir a
una excursión con un grupo de cantamañanas? ¿A quien le gusta fingir diversión
obligatoria? Es mucho mejor la paz de la soledad, el sosiego íntimo y
pequeñito. Cuando se puso las gafas y miró el mundo a través de la ventana en
la cabecera de su cama, la cosa cobró más sentido. Fuera cascaba agua en un día
gris plomo. Una mañana encantadora para permanecer acurrucado entre las sábanas,
algo menos para salir de excursión.
1 comentario:
AH... dice "La excursión I", o sea que sigue... está bueno.
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