domingo, 25 de agosto de 2013

El bocadillo de calamares I



Fuera lo que de verdad se echa de menos son pequeñas chorradas, cositas minúsculas o momentos en los que a la nostalgia le da un arreón y se viene arriba por un cochino detalle. Nunca me sentí orgulloso de imbecilidades como patria, nación, pueblo… No creo en nada de eso. Pienso que porque nunca he disfrutado de nada de lo que pretenden significar. No los he visto, tocado o sentido nunca. Supongo que sirven más para llenar la boca, y los bolsillos, de los de siempre, que para lo que la teoría dice. También puede que sea porque de la mía se dice que es la tierra de Caín, dicho por nosotros mismos, y eso saldrá de algún lado, digo yo…Los desarrapados, haciendo un poco de demagogia de esa que gusta tanto en casa, nos las apañamos, siempre mal, sin esas monsergas. Eso cuando nos las podemos apañar y no nos acabamos de ahogar en el albañal.

Tal y como andaba el panorama entonces, el espabilado hacía por salir, No había más, ni estaban a por ello. Amar un barco que se lleva hundiendo desde ni se sabe es una idea romántica, que puede tener su poquito de cosa desde aquél punto de vista, pero nada más. La mierda de todo esto es que la realidad suele ser menos sentimental, es un poco perra fría y sin corazón (¿Será rubia? Le pega). De ideas románticas que luego no funcionan está el mundo lleno. Por la misma regla de tres, alistarse en la Legión Extranjera Francesa puede ser una de las mayores y no por eso (también porque lo que piden en dominadas no lo hago ni por mucho) arranco para allá

Me estoy perdiendo un poco. Lo que quiero decir es que, en todo el año que estuve a tomar por saco de casa, creo que lo que más llegué a echar de menos, en lo que más pensé durante todo ese tiempo y de lo que más ganas tenía cuando volví, era un bocadillo de calamares. Concretamente uno de los de la Plaza Mayor de Madrid. Y no sé muy bien porqué, porque normalmente me comía unos dos por año, a veces incluso menos, y no tenía, ni mucho menos, la misma fijación por ellos que fuera. Allí se llegó a convertir en algo que para mi representaba volver. Ni siquiera era algo casero, elaborado, típico o tópico, algo de mi infancia profunda, especial. Puede que fuese un delirio mental, pero un bocadillo de calamares de dos euros se me transformó en algo subconsciente relacionado con un hogar, un regresar, añoranza. Y era bonito ¡Que coño!

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