domingo, 27 de julio de 2014

La garrapata



            El crío cazaba como una garrapata, lo que quizás dice bastante sobre el nivel evolutivo de las garrapatas (¡Admirables criaturas!) o bastante poco sobre el de los humanos y sus instintos elementales presentes en los más subnormales de la especie.  El mocoso se tiraba el puto día en la calle rondando. Era como un fabelero brasileño pero sin el encanto psicotrópico de los vapores tóxicos del pegamento y el placentero extravío ocular que confiere su consumo. Él, en lugar de drogarse con subproductos químicos para evadirse del abandono, se dedicaba en cuerpo y alma a dar por el culo al vecindario. Lo hacía como las garrapatas; a cualquier hora del día, en cualquier lugar del pueblo (indiferente a adverbios como pronto o tarde, cerca o lejos) acechaba amparo social y amor de manada molestando impertinente (la frontera entre la gracia infantil y la tocadura de cojones es tan sutil…) al primero que se topaba. El insecto al que lo comparamos siempre espera, por ahí entre la hierba, a que algo pase cerca para dejarse caer, agarrarse a su piel, clavarse y sorberle toda la sangre posible mientras se hincha grotescamente en ese proceso biológico tan repugnante. Ambos, la garrapata y el niño del que hablo. Son maestros del palo corto, del rebote ruin y del gol ratonero y rebañado. Millones de años de existencia confirman el éxito de la garrapata. El niño, por el contrario, cada vez tenía menos crédito.

            Quizás con otra mollera el chiquillo hubiese podrido aprovechar su propio contexto para urdir un marco literario estupendo, pero no le daba la sesera. Solamente era un crío semi abandonado al que unos holgazanes padres arrojaban cada día al mundo, al pueblo en el que vivían, para que molestase a otros. Una par de padres de cromo, si señor (aunque los caprichos de la demografía actual vulgaricen constantemente estas estampas): un paleta descuidado, cincuentón y derrotado, que rescata a una puta exsoviéticas del oficio. La Ruskin, durante un tiempo, se amoldó a los estereotípicos quehaceres de una amante y obediente esposa rural. Se eso se toreaba nuestro bienhechor y padre. Con la rusa vinieron el matrimonio y sus garantías burocráticas. Después, y a pesar de la desidia general de los susodichos, la edad de él, la poca gana de comprometerse en algo tan esclavo como criar a un nuevo ser con tu genética trasmitida… se embarazaron y parieron. Con los deberes para con el Derecho Civil hechos, la madre aceleró su proceso de desidia hasta pasar de todo absolutamente. El padre, que algo más de intención le ponía al asunto (pero solamente eso, intención), de vez en cuando intentaba redimirse mediante remiendos familiares. De cualquier manera le venía grande (o eso buscaba-conseguía) y el niño, a las alturas de nuestro cuento, ya era como un niño salvaje (pero sin la tutela amorosa de las fieras del bosque). ¿Una lástima de situación? A lo mejor, aunque es menos dramático cuando se vive en primera persona. Además, todos tenemos putas historias tristes y ni los padres, ni el mocoso, hacían nada por los demás.

            Esa tarde, de veranete para ser más precisos, el niño procedía con su rutina (que no terminaría hasta que, cansado de andar suelto, regresase a su casa para dormir a media noche, como una buena cabra al corral). Los que se cruzaba, oliéndose la tostada, le ignoraban todas y cada una de las pelmas intentonas por entablar un conato de relación humana. Algunos, los más hasta la minga, menos sensibles o más conscientes en la idea “si sus padres no se ocupan, yo menos”, lo despedían de malas maneras. Había que ser expeditivos. Sinvergüenza como él solo, cualquier muestra de debilidad en este sentido hubiese sido caer en la trampa de la garrapata y no librarse del coñazo de infante en un buen rato.

            Por suerte para él, un ruido de jarana lo atrajo a una de las casas. Ni corto ni perezoso (característica no heredada de sus progenitores), al estridente grito de “¡Hola!” se coló en la casa (genial educación en el sentido de la propiedad para desarrollar un futuro delincuente). Dentro celebraban un cumpleaños infantil con sus refrescos, sus patatas fritas, sus chuminadas… ¡La garrapata había triunfado una tarde más! Y esa vez encima con merienda incorporada. A los de la fiesta les dio el palo que el mocoso no gastaba para no largarle a la puta calle, lo que honestamente merecía. En su lugar le convidaron a tarta y lo soportaron hasta que anocheció y no quedó más remedio que proceder al desalojo. 

            Esa misma tarde su madre se había rascado el higo mirando la tele durante horas. El padre, con el coche, había dado mil vueltas al pueblo y alrededores en infinidad de microtareas que incluyeron un par de cañas en el bar con un compadre. Lo podemos ver como un final feliz, todos quedaron satisfechos. El niño, hinchado de golosinas como la garrapata de sangre del huésped, estaba convencido de ello. Ya vendrían tardes con peor suerte; cuando se le terminase de agotar el crédito y solamente rascase bufidos del personal. Aunque ese momento estaba muy cerca, todavía no había llegado.

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