domingo, 6 de enero de 2013

London calling I



Después de un año fuera había vuelto a casa y nada había cambiado una mierda. Había significado un círculo, correr en una cinta andadora. Era un año más viejo, lo que es, únicamente, un año más próximo a morirme. Ni más inteligente, ni más maduro, ni más exitoso o fracasado. El hogar me había vuelto a atrapar con la impostura de una trampa chapucera y mal disimulada en la que se mete la cabeza, manso, sabiendo que no se va a sacar ni bien ni fácil. Y por supuesto que fue así. Desde el primer día la casa, con todo lo que conlleva: el lugar y su alma enferma; se dedicó a aniquilarme lo humano. Mucha saña que a los días escasos me había matado la energía transformándome en un tiesto apático, agorafóbico, misántropo, débil y temeroso que únicamente pasaba el día viendo transcurrir el tiempo en un conteo pesado, asfixiante e interminable.

Intenté resistirme, aunque fuers pelear contra todo alrededor, contra todo aquello invisible y acechante, un pegamento casi. Mientras pude conserve una esperanza, un sueño, el puntito de huevos que se necesita para tirar un poco más. Yo me había pegado un año fuera, ya lo he dicho. Un año en que saqué los pies fríos y la cabeza caliente. Bueno, menos el inglés. La necesidad de comunicación me lo había entonado bastante. Fui para allá con el idioma secundario obligatorio escaso y muy oxidado y, cuando vine, pegando patadones y coces a la gramática de su graciosa majestad, era mi idioma automático y no me hacía falta siquiera procesos mentales de traducción-feedback-traducción. Por eso, y ante el deterioro de un entorno en el que la única posibilidad era estar tirado en el sofá todo el puto día jalando como  un cochino y mirando la tele, yo me quería volver fuera. Concretamente a Londres.

¿Y porqué Londres? Por todo: ser la capital del imperio; poder hablar en algo y que se me entendiese (no está la vida para ponerse de nuevas con la lengua de Bismarck); un mundo de posibilidades (frase estereotipo de película con happy end) laborales y de ocio; la huida, lejos, a tomar por saco; cotizar en libras esterlinas; ver el barco acabarse de hundir sin estar dentro de él… Era un paraíso, perdido, encontrado, con manzana, sin ella, con plátanos, peras, kiwis, la macedonia entera y Rita la cantaora. También tenía un motivo más pragmático. Conocía un par de tíos en Londres. Gente que me había prometido, con el valor que hoy por hoy una promesa puede tener como contrato vinculante, buscarme algo. Tipos que eran más o menos lo mismo que yo (incluso diría peores, pero hay que ser modestos en este existir  para no desentonar, que eso está feo). A ellos se les había aparecido la virgen, o vendido su testículo derecho al demonio, y ahora Londres los abrazaba, los quería, los mantenía y los dejaba vivir, que es mucho más que solamente te dejen sobrevivir. Ellos quizá me lo pintasen con la opulencia del que está bien. Puede, no digo yo que no. Hay pocas cosas para espolear la envida cainita como el éxito de un vecino, familiar, amigo o arrimado. Encontrar un trabajo allí y, con él, unas puertas abiertas, doradas y resplandecientes con un neón de burdel rosa sobre ellas parpadeando “TODAS LAS POSIBILIDADES”. Londres, fantástico en su propio tópico.

No hay comentarios: