La Santa iguala, eso es una verdad
de Perogrullo a la que los pringados se agarran para afianzar su fe en el karma
y ponderar su debilidad ética en pos de un castigo-recompensa que, como mucho,
se pospondrá hasta que palmen. De lo que no se dan cuenta es que ellos también
palman, lo mismo que los malvados, con lo que su razonamiento se va a tomar por
el culo inmediatamente. Todos, ricos y pobres, santos e hijos de puta, nos
morimos (hasta se le puede cambiar el tiempo verbal por la concreción
metafísica “nos estamos muriendo”). Pero, ya lo dice el refrán: mal de muchos,
consuelo de tontos.
Ellos eran los ricos del pueblo.
Habían sido uno de los pocos casos en los que un negocio familiar se lleva con
cabeza, se hace crecer y, a la vuelta de cuarenta años, tiene a todo un clan
cabalgando el dólar. Su oficio principal, de intermediarios-sanguijuelas en una
gran parte del monto agrario de la parroquia, rentaba como una mala bestia.
Además era un chollo en el que ellos no exponían nada. Si había ganancias,
ellos se quedaban con su porcentaje (un porcentaje que establecían ellos y del
que no se sabía; solamente se intuía algo cuando, un par de meses después de la
cosecha, rendían cuentas – muy bien cuadradas – con sus clientes). Eso les
había permitido saltos, diversificaciones y malabares monetarios de los que las
malas lenguas del pueblo deformaban exageraciones maravillosas, pufos
abominables, cuentas en el extranjero, latrocinios varios, leyendas urbanas y
demás fauna de verduleras. Lo que era indiscutible era su estatus, por encima
de algunos otros vecinos que se partían el ano a diario para ponderarse de lo
que no tenían, de ser los más ricos del pueblo. A ellos no les hacía falta
presumir. De hecho, y quizás fuese una causa principal de su riqueza, se
comportaban habitualmente con una avaricia, con una ramplonería casposa,
ilógica en aquellos para quienes todo es asequible. De vez en cuando un
destello enmarcaba su codicia dentro del contorno de la excepción. Incluso
entonces (con el auto alemán nuevo o el banquete pantagruélico de cubalibres y
jamón) era actos cutres, que anunciaban el salto económico de la familia con
respecto al resto, no el salto social. Con todo, repito de nuevo, eran los más
ricos del pueblo.
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