Durante el café, porque un vecino
(al encontrarse la puerta del despacho a cal y canto) le preguntó una cosa en
el bar, se puso a despotricar y a protestar del atropello a su tiempo libre.
Era el pan nuestro de cada día. La pobrecita, cuya vida más allá del cierre de
oficina no debía ser muy envidiable (el ejemplo más claro eran los apabullantes
reportajes fotográficos de sus vacaciones fuera, más apariencia que otra cosa,
con los que 1) no vivía la experiencia, simplemente la retrataba con su
teléfono móvil para 2) presumir y darle la tabarra). Con la inhumana
intromisión del vecino (al que despidió expeditivamente no sin antes recalcarle
que estaba ejerciendo su derecho al café –casi tan sagrado como a la vida o la
libertad, aunque eso lo desconozcamos los que nunca llegaremos a tenerlo-) se
jodió cualquier intentona de tema normal, de lugar común, de diálogo de
besugos. Ella se puso (¿Quién necesita abuela?) otra medalla arropada por el
acuerdo de sus compañeros de categoría. Yo, que estaba ahí como “arrimado” hube
de callarme como un putas para la propia convivencia y no mear fuera del
tiesto. Con el hambre de la rabia, despacharon sus cortados y su taco de
tortilla de patatas revenida. Poniéndonos puristas, como ellos se ponían para
lo que les interesaba, habrá que decir que el inamovible descanso había durado
algún minuto más de lo estipulado en los papeles. Pero eso son tonterías,
pelillos a la mar.
Al regresar del bar se enzarzó en
una conversación (no era un debate puesto que todas tenían la misma visión de
casta) con la asistenta social sobre lo mucho que hacían y lo poco que cobraban
(si, otra vez cacareando de lo mismo, ese mantra tan socorrido y tan trillado
del que no entienden que es una de las razones por las que el ciudadano medio,
los no privilegiados por el hada madrina de las oposiciones y “a colgar el
sombrero” , les tiene tanto cariño; una de ellas…). La asistenta social tuvo
los santos cojones de quejarse por solamente levantarse mil seiscientos euros
brutos al mes. A mi, con menos de cuatrocientos, casi se me salta una lágrima
pensando en lo podría haber sido mi vida con esa nómina y la seguridad de que
ni el puto Jesucristo resucitado te puede poner de patitas en la calle. Así
también me quejo yo, pero de vicio. Con ese detalle tan humano de una asistenta
social (irónica la relación del puesto con la protesta, tratando ella con las
miserias del personal) tuve que salir a otro despacho a por unos papeles. Era
eso o comenzar una revolución a la caza de lo público en por de la anarquía,
esa utopía en la que, por descontado, estaría en la estructura social bastante
por encima de semejantes tipejas (¿Que ello requiriese la intermediación de un
AK y mucha violencia? eso es otro concepto, tan perfectamente válido como la
inviolabilidad de su acta de funcionario, que es lo que ellos esgrimen).
Estando en el despacho vecino sonó
el teléfono. Ella, que lo tenía a menos de un metro de distancia y era su
obligación atenderlo, me ordenó, ni corta ni perezosa (bueno, perezosa sí) que
lo descolgase yo. A la primera me hice el sueco, lo mismo que a la segunda,
pero a la tercera no pude por menos que replicarle que si no era capaz ella,
porque yo estaba haciendo cosas. Supongo que disimulé bien el odio que llevaban
mis palabras tras su corrección formal (aunque mereciera que me cagase en su
puta madre, no me quitaría la razón por una cuestión de formas) porque no se
dio por aludida y, dos tonos después, respondió ella misma (¡¡¡OH MILAGRO!!!).
Para mi fue una pequeña victoria sobre la gorda, una pequeña revancha del
mierda sobre lo sagrado, una grietita en el enlucido de la pirámide, de su
pirámide. En verdad solo un espejismo y al día siguiente volver a empezar con
más de lo mismo.
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