El clan ahora se partía en dos
núcleos familiares. Eran las familias que habían formado cada uno de los dos
hijos de los fundadores de la dinastía. Los nietos de aquellos emprendedores ya
eran adultos, algunos hasta estaban casados y pronto (según la lógica bien vista
del “qué dirán”) crearían más secciones a parasitar el holding. Pero todo había
comenzado mucho tiempo atrás con un matrimonio. Tiempos de supervivencia y de
poco escrúpulo. La suerte, los cojones, o lo que quiera que sea, habían
levantado el imperio. El camino se había llevado, aun aceptablemente joven y en
pleno trabajo, puesto al que en esos momentos debiera ser el abuelo. Entonces
la viuda, hay que reconocerle que con mucho cuajo, había sostenido la posición
y afianzado todo aquello que ahora los hijos gestionaban. La vieja, por ley de
vida, llegó un momento en el que tubo que dejar paso a la ambición de sus
cachorros. Costó que soltara la vara de mando pero, por un concepto fundamental
de actualización constante imprescindible para el devenir del negocio, terminó
pasando. Desde entonces, indomable, echó una mano a todo lo que supo, pudo y le
dejaron. Entretanto los años pegaron como suelen, como un martillo pilón, a lo
suyo, uno detrás de otro.
Y aquí es donde entra la Santa con
su guadaña. La vieja entró, finalmente, en barrena. Su deterioro se multiplicó
exponencialmente de una forma, que, sobre todo en lo último, parecía que por
cada minuto transcurrido se le comía vida (sobre todo cordura) a ojos vista. En
cosa de un mes los hijos, que previamente habían ignorado las señales en forma
de rarezas y pedradas de la señora cada vez más constantes, se sorprendieron de
la demencia galopante y del inevitable encame de la anciana. Como ordenaban los
cánones rurales, la tuvieron en casa y, para señal de su solvencia económica,
contrataron “una mujer” para que atendiese a la moribunda. Semanas más tarde la
Santa hizo su visita. Así terminan todos los cuentos de este mundo, al menos al
más largo plazo.
De cara al velatorio, en lugar de
aprovecharse de la pragmática utilidad de un tanatorio (como poco, te ofrece la
posibilidad de mantener tu casa inviolada por los pelmas necrófilos y, por
ende, un lugar al que escaparte un rato). Ellos lo hicieron en el amplio salón
de casa en cuanto descartaron el descansillo de la entrada (para facilitar el
no tener que subir escaleras a las visitas más limitadas cinéticamente). Allí
colocaron la caja en una esquina y un montón de sillas en círculo (que más
parecían estar listas para una dinámica de reunión de empresa que para lo que
en verdad estaban). Durante todo el día siguiente, casi todo el pueblo pasó por
ese salón a musitar el pésame y meter la nariz. Los más carcas se arrodillaron,
santiguaron o besaron el féretro todo lo ostentosamente posible. A media tarde,
una iluminada propuso echar un rosario. Su opinión tuvo quórum y lo rezaron.
Ese contexto, con el murmullo de la plegaria y las fotos de comunión en las
paredes, inundaron de casticismo casposo la escena. Como quizás haya dicho
antes, habían dado el salto económico, no el social.
A su hora la enterraron en un
funeral (relativamente) multitudinario. Aun hicieron alguna calaverada rancia,
como trasportar el ataúd (para lo que hubieron de buscar voluntarios) a hombros
y en comitiva hasta la iglesia. El cura, afortunadamente, despachó rápido (era
un tío ocupado con quehaceres interrumpidos como su propio ocio). En el
cementerio el sol picaba desagradable. A algunos de los figurantes, los más
expuestos al astro, se les enrojecieron las orejas.
Eso sí, hubo un detalle en el que el
entierro fue regio como debiera: las flores. De muchos conocidos, allegados,
clientes, proveedores, compromisos al fin y al cabo, llegaron durante todo el
velatorio, una detrás de otra, hasta juntar una cantidad ingente, casi
exagerada. No sé porqué pero las coronas funerarias me parecen algo grotesco,
algo que jode lo solemne del instante dando una pincelada de feria. Para mí, es
ver una de ellas y automáticamente pensar en carreras de caballos o premios de
fórmula uno en blanco y negro. Las de la difunta eran de postín, con llamativas
flores de primera división: rosas, claveles… En las cintas, las tipografías
clásicas proclamaban tópicos y nombres. Hubo una en especial que me llamó la
atención. Y no fue por lo que contenía de mensaje (del que ya no me acuerdo,
creo que era, simplemente “familia….”; los colores de la cinta eran los de la
bandera de España chillones, brillantes. No venía a cuento la banderita ahí, al
menos desde mi punto de vista, pero cada cual sabe lo que hace con sus regalos,
aunque sean de este tipo.
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