La gorda, entre otras cosas peores
de su enorme conjunto de virtudes éticas y estéticas, defendía al funcionariado
a capa y espada. Evidentemente, ella era funcionaria (si no, ¿De qué?). Aunque
era la última mierda del escalafón de lo público, una simple auxiliar
administrativa en una aldea que no llegaba al medio millar de almas (cuya
negrura o pureza es objeto de otro debate), tenía, podríamos decirlo así, el
carnet y, por lo tanto, el derecho a pavonearse y a exhibir esa exacerbado
sentimiento de casta y paleto chauvinismo laboral. También tenía, y puede que
fuese otro de los motivos para tanto humo, una nómina de mil y mucho pico (en
el país de los setecientos, si llega), dos paguitas dobles, moscosos, vacaciones
que criaban como conejos (al cabo del año, y para empezar el siguiente con
alegría, siempre cuadraba una semanita que hubiese escandalizado a los cálculos
de un purista de las matemáticas), desayuno, café, cursos con regalo y
kilometraje pagado sin rechistar, una parsimonia de mil demonios y media cesta
de la compra hecha con serviles regalos del vecindario (porque era algo de
verse como en la temporada frutícola del terruño cada día se embolsaba por la
jeró lo menos cinco kilos de genero selecto; reminiscencias del señorito de la
fincha y el “a mandar que para eso estamos Don/Doña…”) en hortalizas frutas y
embutidos. Todas esas cosas tenía la gorda, las suficientes para ser feliz y no
joder al personal, de sobra para no ser una amargada de un quintal amarrada
constantemente al móvil para babear (mitad nostalgia de su paella carbonizada,
mitad envidia biliosa del “culo veo – culo quiero”) con las fotografías
enviadas de los bebés. Cualquier otro, con la que estaba cayendo, hubiese dado
palmas con las orejas por poder tener su vida. Bueno, quizás su vida no, las
posibilidades y el punto de partida de la estabilidad que su vida (o su cómodo
trabajo, o su salario, elegid la que queráis) garantizaba.
Ese día me había hecho subir al
ayuntamiento para echarle una mano. Como siempre que lo hacía, subí con asco
porque sabía lo que me iba a tocar. En efecto, fue una mañana tranquila, en la
que todo lo útil que hice fue hacer alguna fotocopia y poco más. No era por el
trabajo, era, quizás, por la ausencia de este. Eso o porque “la gorda” (inevitable
mote a poco que se la tratase) amargaba a cualquiera con su parsimonia, su
dejadez, su conversación nula, el tener que ver como fluctuaba entre la más
absoluta tutela al ciudadano para con sus amigos y la hostilidad manifiesta a
los usuarios que le caían mal… A la hora del café (al que, sin ser uno de
ellos, de los funcionarios, me acoplaba por mi cara bonita y porque no está
bien eso de hacer el palomo, al menos hacerlo demasiado) yo ya estaba hasta la
polla, y aun me faltaba un rato. Ella, durante todo el tiempo anterior al
descanso, solo había inscrito a un anciano difunto en el registro y cotilleado
en un grupo de mensajes. Mientras tanto, me la había pasado como un pasmarote,
detrás de ella, aguardando la nada. Aunque ella argumentase que ese era mi trabajo
y que por ello me debía joder y aguantar; no, no lo era, mi puesto era
distinto. El que yo subiese era un apaño irregular para darme faena y quitarle
los quites más simples (y, por lo tanto, los más molestos y cotidianos). El
trabajo es el castigo por el pecado del hombre (pan con el sudor de la frente y
esas mierdas…). Lo que la jodida biblia no menciona es el plus de penitencia de
soportar a la gorda.
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