Sudan. Los que están más gordos son
más ostentosos. Hasta les corren goterones por la cara y los mofletes. Respiran
fuerte y hablan por rachas. Comentos en los que arañan un minuto de pausa.
Después siguen apretando en la lenta y ancha carrera de caracoles. Están
repartidos por diferentes habitaciones, en grupos de cuatro o cinco. Así la
profesora se evita la papeleta de quedarse en el mismo lugar y, o mandarles
desde el pedestal impoluta, o empatizar con los desarrapados y tirarse a fregar
su cachito de línea. Eso la haría más estimada, pero no todos son favorables a
la doctrina Aníbal, que comía y sobaba con su tropa.
Algunos han evitado el suelo y están con las cristaleras y una vara larga
acoplada con el escurridor en una punta. Aunque
trabajen de pie no es mejor cometido que el otro. Las ventanas no salen
a la primera y, tras tres o cuatro pasadas, cuándo cualquier pequeño fallo
resplandece en la transparencia del vidrio, éste los delata y deben comenzar
otra vez desde el principio. Si estar de rodillas jode las mismas, mover la
“garrocha” deja la espalda lista de papeles. Otros mudan los muebles y apartan los trastos para la
estancia siguiente. Eso le ofrece coartada a la profesora. Muy cuca mariposea
de uno a otro piquete. Se muestra puntillosa aquí, allá, y con el relajado
paseíto se le hacen los días. Siempre hubo clases. La llaman por teléfono. Es
otra de las excusas que inventa para no hacer. Llamadas de las que es tanto
agente activo como pasivo. A la calle con ellas. Cuarto de hora de una, diez
minutos de otra. ¡Que sobrevalorada está la coordinación. Para algo tan simple
como adecentar esto, se podrían haber organizado perfectamente entre los
alumnos solos, el resultado hubiese sido primo hermano, se ahorrarían un mando
intermedio que mata las horas cascando por el móvil y, total, nadie va a
evaluar el resultado final.
Eso es lo que pasa. A la niña que, es la primera vez que Horrora Butrón
se fija en ese detalle, no tiene un solo lamparón en el uniforme (en contraste
con los subordinados que los tienen para el arrastre); le canta un hit
veraniego en en uno de los bolsillos. Corre hacia afuera disculpándose (es muy
educado hacerlo y no cuesta nada aunque no tenga por qué, por mucho que pida
perdón mantiene el comportamiento que dio pie a la disculpa, en este caso salir
a hablar) y adiós. Resabiados los alumnos, la tienen tomada la medida. Si ella
no currela y se marcha de palique, que es la que más gana, pues los demás
también. Uno se asoma a la puerta para dar el agua cuando cuelga y los demás se
relajan sentándose en el mismo suelo.
Entonces el arrabal desenfunda las lenguas viperinas y desuellan a la
maestras. Con muchos “la tía guarra” y “mira la puta” se desplayan a gusto
contra ella. Es su manera de pelear, de convencer a lo poco que mantienen de
conciencia de que todavía se revelan. Descargan toda la bilis así. También
algún compañero, indiscriminadamente, se lleva un rapapolvo por la razón que
sea cuando no pone orejas. La inquina del pobre es lo que tiene, que es muy
solidaria, no discrimina. Ahí hay para todos por igual. La felicidad de la molicie es breve, la
maestra retorna. Para refirmar su autoridad ordena alguna cosa a unos y a otros
venga o no a cuento. Es por si se les ha templado el espíritu del esfuerzo en
su ausencia. Los postrados avanzan penosamente, cada vez más rotos, cansados y
dolientes.
El más adelantado toca por fin la pared opuesta. Como, pese a todo, no
son gente malvada, se gira hasta dónde está el más atrasado y comparte la
tares. Tiene una vertiente pragmática su altruismo. Siempre será menos ayudar a
rematar lo de otro que comenzar una nueva tarea tú solo. Todos concluyen
escalonadamente. La profesora pretende que salten al siguiente suelo pero no
hija, no. Es tarde y por hoy han bregado bastante. Sin decirle una palabra, con
remoloneo y resistencia pasiva, la hacen entender que por cinco duros no da más
la máquina. Gandhi estaría orgulloso del sosiego con el que han triunfado este
minúsculo motín cotidiano. Se ponen en pie formando un círculo y quejándose de
malestares. Aurelio Memelo presume de los suyos como uno más. ¿No sería lo
lógico que con la costumbre fuesen disminuyendo? Por lo visto (o por lo
sentido) no es así. Si que exige el diplomita de las narices. Consuélate
corazón, eres diez euros más rica que cuando te levantaste por la mañana. Para
asegurarse el cobro de estos y que no se los descuenten de la liquidación
final, firma el parte de asistencia, papel que oficializa la perrería y el
dolor de rodillas.
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