En la aldea se estaban poniendo de
moda las órdenes de alejamiento. El acceso fácil a la justicia y las
comodidades para viajar a la ciudad a gestionarla o la nueva costumbre de
llamar a la benemérita con cualquier chorrada que se le ocurriera al primer
iluminado, habían disparado el consumo jurídico, el uso y abuso de la tuerta
justicia. Puede que también la televisión influyera. Ese afán malsano por
mostrar tíos gritándose que se verían las jetas frente a un juez. La gente,
especialmente los menos espabilados (o los más de ellos), copian en seguidita
los malos hábitos. El juez de paz de la localidad (primer peldaño del sistema y
principal encargado tanto de que no llegase la sangre al río como de tamizar el
caudal segregando las gilipolleces y los disparates) era un viejecito que
llevaba en el cargo desde los romanos o antes y ni dios prestaba el menor caso.
Claro es que tampoco el se preocupaba por cumplir a rajatabla las obligaciones
del puesto ¿Para qué? Las marañas de amores y odios, enemigos y aliados, eran
tan intricadas, complejas, arraigadas, enquistadas, fundamentales,
totalitarias, etc. que era preferible no meterse en camisas de once varas y
salpicarse con problemas y venganzas rurales repletas de brutalidad y
violencia, el magistrado provincial no convive con los animales que se atacan
mutuamente en una aldea, no los saluda por la calle ni se los cruza en la
taberna. Por eso se permite licencias como sancionar a una de las partes
litigantes, a las dos o a ninguna sin que le afecte y el/los perjudicados, la
emprendan con él. Todo eso sin mencionar la diferencia pecuniaria entre jueces.
Por eso el de paz, que podría haber sido budista dada su serenidad, no se
tomaba el trabajo con fanatismo.
Por todo se denunciaba. Tandas que
se acentuaban por el aburrimiento de los periodos de inactividad. Esto es:
durante la cosecha, o cuando parían las vacas, el personal se tranquilizaba. No
es que se apaciguase totalmente, es simplemente que tenían otras cosas que
hacer. Cuando disponían de tiempo libro, como el diablo matando moscas con el
rabo, los vecinos se arrojaban a una orgía desenfrenada de “este me hizo” y
“aquel me dijo” por los motivos más estúpidos y peregrinos. Es que es jodido
ver a la misma gente un día tras otro, sin sitios a los que escapar ni
actividades con las que entretenerse sin volverte como una chiva. Ya lo repetía
el otro “all work and not play…”. La diversidad de las querellas transcendía
los términos del límite municipal. Había encarnizadas guerras entre pueblos en
las que se ponía en duda y juego el honor y la propia hombría de las
comunidades. Tampoco se respetaba el mínimo debido al cuarto mandamiento:
padres contra hijos, hermanos contra hermanos. Todo lo imaginable cabía en ese
batiburrillo del que las autoridades estaban hasta el pepino. Cuántos mando
intermedios de la Guardia Civil (los que acudían a los avisos) añoraban los
años en que una bofetada templaba los ánimos de los revoltosos y el ahorro que
suponían.
El caso que nos ocupa se resolvió
utilizando el comodín ciertamente impracticable en las limitaciones físicas de
la aldea y la imposibilidad de forzar su cumplimiento, con una orden de
alejamiento. Los detalles de metros de separación y el auto donde se refleja
los desconozco por completo. En el batido se mezclaba de todo: un menor,
homosexualidad, uno de otro pueblo, amor por vil interés, padres cerriles, un
palomo…
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