Se conocieron y se liaron. Todo fue
bastante bien durante un tiempo. El “viejo” ganaba en la relación el subidón de
autoestima que da tener una aventura con un adolescente cuando comienzas a ser
consciente del principio de tu propia decrepitud. El “joven” por su parte se
beneficiaba de las ventajas económicas y logísticas de un novio mayor pagano
(en su sentido de persona que apoquina, no que profesase devoción por Zeus,
Thor o Baal). Sin ostentaciones ni lujazos le regalaba una y otra vez los
clásicos del chaperillo: trapos, zapatos, alguna colonia, un reloj no demasiado
llamativo y caro. Además, financiado por el primo, iban y venían,
alternaban y todo marchaba la mar de
bien. el cómo se compensaban esos bienes y servicios lo omitiré por decoro y
buen gusto. También porque eso siempre quedará para su intimidad y su parcelita
privada por mucho que las maledicientes vecinas supongan, maquinen y fabulen
con asco y depravación al respecto.
Lamentablemente tan fantástica historia de amor, como en los
cuentos y las telenovelas, se fastidió (hubiese escrito “joder” en lugar de
“fastidiar”, pero joder ya se había jodido mucho en esta historia y sería
redundante) pronto. Sin madrastras, ni hadas madrinas (la guasa de las hadas en
este contexto la pillarán mejor los que sepan algo de inglés); a la princesita
interesada, por su aberración y el pecado ante los ojos de dios y del concejo,
la encerraron en la torre tenebrosa de un castillo, esto es, se le prohibió ver
a su amante, el viejuno príncipe. Los padres del golfo se habían enterado, por
supuesto y como manda la tradición respecto a los principales afectados, los
últimos. El escándalo ya llevaba un tiempo corriendo de oreja en oreja,
cebándose y auto-exagerándose, en los susurros conspiranoides de las verduleras
conversaciones de los lugareños. La liebre había saltado de manos de las
amiguitas del puto (es curiosa la extraña simbiosis entre amanerados y
lagartas) que no se pudieron contener la jugosa exclusiva ni un minuto,
envidiosas de no encontrar ellas un benefactor tan rumboso y debiéndose
conformar con criajos del instituto estúpidos y sus scooters. Ellas dieron el
pistoletazo de salida para el malsano entretenimiento de las habladurías. A
partir de ahí la liebre era capaz de correr solita y le sobraban patas, y
huevos, para recorrer el pueblo entero. Finalmente un alma caritativa se lo
dijo en petit comité a la mama de la criatura para que lo supiese y tomase
cartas en el asunto. Siempre habrá alguien, bondad pura, que nos haga el favor
de la verdad aunque con ello nos brinde solamente dolor. La mamá, por supuesto,
tras el inicial desconcierto e incredulidad, montó la de san quintín. Por lo
pronto y como medida preventiva, esa preciosa y entrañable relación estaba
sentenciada y punto.
Cuando la parte contratante mayor de
edad de la pareja supo lo que se había dispuesto para sus asuntos se resistió
tenaz. Él estaba enamorado hasta las trancas y lo demostró yendo todas las
tardeas a rondar en el pueblo de su gran amor con la esperanza de verle,
hablarle y estar con él. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe
y, como la frontera entre la pasión absoluta y el acoso en muy tenue,
terminaron el los tribunales. Le juez, para no complicarse demasiado, usó el
comodín: “Orden de alejamiento, no volváis a molestarme y no me meto en
berenjenales legales más complicados, pesados de los cojones”. Después de eso
no se volvieron a ver más. Ambos aprendieron una valiosa lección. Uno, lo útil
y productivo que puede ser no hacerse la remilgada. El otro, que el amor es
cabrón, cruel y caro. Y colorín colorado.
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