A
Aurelio Memelo le atormentan las rodillas de todas las maneras
imaginables. Por un lado la piel, del
roce con el basto tejido del uniforme blanco al contacto con agua, lejías y
otras salpicaduras y humedades, está roja y le escocida, ligeramente quemada.
Por otro, los huesos de las dos articulaciones se están machacando con la
postura continua y quieren crujir sin llegar a conseguirlo (huesos viejos y
achacosos, no lo olvidemos). Y por último los músculos de la cara posterior de
las piernas, muslos, corvas y pantorrilla, se le cargan y le producen
calambres, cuando no estiran molestos de los tendones y demás uniones. Todo
esto lo padece cada mañana resignadamente. La primera media hora es la más
cruel, hasta que se le entona el organismo. Cuando termina el día el esfuerzo
se enfría poco a poco y por la noche, haciendo la mamarracha en el Paradise,
Horrora Butrón está dolorida, agarrotada, ortopédica y no da la talla. Si tiene
que estar de hinojos fregando el suelo con un estropajo y el cubo al lado
(artesanal, no cabe duda) es por una serie de circunstancias de las que solo
comprende la mitad o menos.
El primero de los despropósitos es
el alumbrado que diseñó el sitio y le puso ese suelo. Uno plástico, blando,
gomoso y gris claro al que las marcas y las manchas se agarran como si les fuera
el alma en ello. Bien se nota que el chupatintas en su puñetera vida ha
limpiado nada. Diez minutos sustituyendo a alguno, de rodillas frotando a
fuerza de riñones para sacar la roña con agua y jaboncito neutro (es que el
material, por si no era suficiente, reacciona mucho y mal a los productos
agresivos. Una joyita, un adelanto), y seguro que se fanatiza como por ensalmo
a las gracias de la tradicional y sufrida baldosa tan callada, tan dura y tan
agradecida. Del segundo motivo tiene la culpa la maestra, la de las prácticas,
que de pura motivada se pasa de castaño oscuro. Las cosas que le han asignado a
pulir terminaran como los chorros del oro cueste lo que cueste. Sin
consideración a la propia esencia inútil del curso, a la perezosa deformación a
la que se han acostumbrado durante la parte teórica, a la auténtica importancia
real de limpiar inmuebles públicos abandonados (o, como poco, muy descuidados)
de los que, pasado el curso, nadie se
volverá a acordar hasta sabe dios cuando y en meses recuperarían toda la mierda
de su esplendor original, cuando el tropel del curso fue a molestar allí; les
obligaa detalles minuciosos, engorrosos, pesados, duros, largos como desmontar
las tapas de los radiadores y pasar un utensilio entre un cepillo y una baqueta,
uno a uno, todos los agujeros del calefactor. Esa fue la primera ocurrencia,
después ya no hubo manera de pararla. Ahora una línea de personas se arrastra
lenta y trabajosamente a través de la superficie encharcada del suelo
restregando cada centímetro, dejando de cotorrear poco a poco según se
desmoronan por dentro. Y el último de esos factores sobre la inhumanidad y la
esclavitud de tragar es el propio pundonor bastardo y necio de los desollados,
los parias. A ellos mismos les satisface obedecer, terminar la tarea y acabarla
bien, sin una pega. Nadie se plantea el absurdo de ese trabajo, que el
resultado sería idéntico cumpliéndolo a rajatabla o aparentándolo. No ven que
el tiempo, el suyo, (como única posesión verdad era de uno, y sólo es un
préstamo) es precioso como para quemarlo por amor al arte en aspiraciones de
reconocimiento. No hay mejor sujeción que la que uno mismo se anuda. Un devoto
no se escapa, un preso, en cambio, si. Esas y otras interacciones, motivos,
efectos y razones los concentraban y mantenían sumisos en la labor. Las tres,
las dichas, eran las que estructuraban todo el argumentarlo. Si se hubiese
rebatido, simplemente, una de ellas... pero era mejor no darle vueltas ¿Para
qué? Pensar no disminuye el dolor de rodillas por las tardes.
Aurelio Memelo descansa un instante,
se endereza un poco y se estira resoplando. Coge una bocanada de aire. En
seguida vuelve para no quedarse rezagada y que los demás (esos tirados…)
critiquen de ella que es una vaga.
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