Así, ese día, hay que ponerse a
preparar el engorro. Desde bien tempranito a amasar, a buscar las cañas para
freírlos y a pregonar el misterio como si lo que se estuviese haciendo fuese
investigar la cura del cáncer. El ritual es inamovible. Aunque todo esté listo
de antemano se hacen por la tarde después de comer, no antes, y , te guste o
no, sean una necesidad física de ingesta para tu organismo o te dé lo mismo
comerte esa aceitada que comprar una chocolatina en un kiosco o que no picotear nada y pasarte sin ellos; debes
colaborar. Las funciones y las tareas están marcadas y definidas. Es una
obligatoria alegría pringar con los putos coquillos. Después de comer da igual
que te quieras rascar las bolas tranquilamente o tengas una cita ineludible,
por cojones te vas a pasar las horas rociando con azúcar los putos dulces
recién salidos de una sartén y colocándolos en una caja. “Bien que te gusta
comerlos…”. Pues no, no me gustas, me aburre, me fastidia y, si tú eres la que
disfruta indescriptiblemente con la tradición, no fuerces a los demás.
Ella no sabía trabajar en grupo.
Hacía lo que le daba la gana sin ningún cuidado con el que estaba al lado. A
esto sumaba una buena ración de neurosis. La misma neurosis histérica que había
forzado al marido y al hijo, para evitar oírla quejarse, a compartir la
costumbre de los huevos. El pollo se mascaba de antemano, si no por una cosa,
por otra. No se puede obligar a dos personas a hacer algo por fuerza y que
estén agradecidos. Molestos ambos, el mayor atendía la sartén dónde la otra
arrojaba tiras de la masa enrolladas sobre secciones de caña, el menor se
encargaba del pelmazo del azúcar y almacenaje al que hemos hecho referencia.
El primer amago llegó por la falta
de seguridad laboral. El pobre hombre no tenía mucha mano en la cocina, por eso
se acercaba a la sartén timorato de que se le quemasen. Ella, como no le dolía,
tiraba los cilindros desde la línea de personal o mas atrás. Salpicó un goterón
hirviente sobre él que, salvo quejarse por el daño, no se quejó más. Cuando
sintió el segundo ya puso el grito en el cielo. La respuesta de ella, gruñir
aun más fuerte para quedar por encima. Se empezaba a mascar el pitote.
A todo esto el hijo estaba hasta las
pelotas porque era el más opuesto a la usanza de los coquillos. Si lo habían
engañado como a un chino fue con la presión subrepticia del “no tienes nada que
hacer, ayuda cacho vago o te miramos mal”. Y su tarea era una mierda
indiscutible. Aguardar una hornada, espolvoréalos y alinearlos en una caja. Un
minuto por cada diez de espera aburrida viendo los cargantes programas
televisivos de la sobremesa. Por eso se fue cabreando, porque no quería estar
allí haciendo esa pamplina, tirando una tarde.
Terminaron y toda esa mala leche se
le quedó enquistada, esperando para estallar. Paso por la noche, con la cena en
el plano. La madre, muy dramática ella, protestó lastimeramente de lo cansada
que se sentía y de que era la única que
hacía algo en aquella casa. Un soniquete muy constante, por otro lado, con el
que suplicaba medallitas al valor y el mérito deportivo. El chaval no se
contuvo. Honestamente le espetó que si estaba agotada que la dieran por saco y
no se hubiese pegado la paliza en la gilipollez de los coquillos. La madre
saltó por peteneras y cuadro de que se la trataba fatal (en fin… por decirle
verdades…). La discusión floreció como en primavera con toda clase de
reproches, gritos y maldades mezquinas de uno y otro lado. Era otra tradición,
aunque menos reconocida: en día señalado, cisco al canto.
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