El crío cazaba como una garrapata,
lo que quizás dice bastante sobre el nivel evolutivo de las garrapatas
(¡Admirables criaturas!) o bastante poco sobre el de los humanos y sus
instintos elementales presentes en los más subnormales de la especie. El mocoso se tiraba el puto día en la calle
rondando. Era como un fabelero brasileño pero sin el encanto psicotrópico de
los vapores tóxicos del pegamento y el placentero extravío ocular que confiere
su consumo. Él, en lugar de drogarse con subproductos químicos para evadirse
del abandono, se dedicaba en cuerpo y alma a dar por el culo al vecindario. Lo
hacía como las garrapatas; a cualquier hora del día, en cualquier lugar del
pueblo (indiferente a adverbios como pronto o tarde, cerca o lejos) acechaba
amparo social y amor de manada molestando impertinente (la frontera entre la
gracia infantil y la tocadura de cojones es tan sutil…) al primero que se
topaba. El insecto al que lo comparamos siempre espera, por ahí entre la
hierba, a que algo pase cerca para dejarse caer, agarrarse a su piel, clavarse
y sorberle toda la sangre posible mientras se hincha grotescamente en ese
proceso biológico tan repugnante. Ambos, la garrapata y el niño del que hablo.
Son maestros del palo corto, del rebote ruin y del gol ratonero y rebañado.
Millones de años de existencia confirman el éxito de la garrapata. El niño, por
el contrario, cada vez tenía menos crédito.
Quizás con otra mollera el chiquillo
hubiese podrido aprovechar su propio contexto para urdir un marco literario
estupendo, pero no le daba la sesera. Solamente era un crío semi abandonado al
que unos holgazanes padres arrojaban cada día al mundo, al pueblo en el que
vivían, para que molestase a otros. Una par de padres de cromo, si señor
(aunque los caprichos de la demografía actual vulgaricen constantemente estas
estampas): un paleta descuidado, cincuentón y derrotado, que rescata a una puta
exsoviéticas del oficio. La Ruskin, durante un tiempo, se amoldó a los
estereotípicos quehaceres de una amante y obediente esposa rural. Se eso se
toreaba nuestro bienhechor y padre. Con la rusa vinieron el matrimonio y sus
garantías burocráticas. Después, y a pesar de la desidia general de los
susodichos, la edad de él, la poca gana de comprometerse en algo tan esclavo como
criar a un nuevo ser con tu genética trasmitida… se embarazaron y parieron. Con
los deberes para con el Derecho Civil hechos, la madre aceleró su proceso de
desidia hasta pasar de todo absolutamente. El padre, que algo más de intención
le ponía al asunto (pero solamente eso, intención), de vez en cuando intentaba
redimirse mediante remiendos familiares. De cualquier manera le venía grande (o
eso buscaba-conseguía) y el niño, a las alturas de nuestro cuento, ya era como
un niño salvaje (pero sin la tutela amorosa de las fieras del bosque). ¿Una
lástima de situación? A lo mejor, aunque es menos dramático cuando se vive en
primera persona. Además, todos tenemos putas historias tristes y ni los padres,
ni el mocoso, hacían nada por los demás.
Esa tarde, de veranete para ser más
precisos, el niño procedía con su rutina (que no terminaría hasta que, cansado
de andar suelto, regresase a su casa para dormir a media noche, como una buena
cabra al corral). Los que se cruzaba, oliéndose la tostada, le ignoraban todas y
cada una de las pelmas intentonas por entablar un conato de relación humana.
Algunos, los más hasta la minga, menos sensibles o más conscientes en la idea
“si sus padres no se ocupan, yo menos”, lo despedían de malas maneras. Había
que ser expeditivos. Sinvergüenza como él solo, cualquier muestra de debilidad
en este sentido hubiese sido caer en la trampa de la garrapata y no librarse
del coñazo de infante en un buen rato.
Por suerte para él, un ruido de
jarana lo atrajo a una de las casas. Ni corto ni perezoso (característica no
heredada de sus progenitores), al estridente grito de “¡Hola!” se coló en la
casa (genial educación en el sentido de la propiedad para desarrollar un futuro
delincuente). Dentro celebraban un cumpleaños infantil con sus refrescos, sus
patatas fritas, sus chuminadas… ¡La garrapata había triunfado una tarde más! Y
esa vez encima con merienda incorporada. A los de la fiesta les dio el palo que
el mocoso no gastaba para no largarle a la puta calle, lo que honestamente
merecía. En su lugar le convidaron a tarta y lo soportaron hasta que anocheció
y no quedó más remedio que proceder al desalojo.
Esa misma tarde su madre se había
rascado el higo mirando la tele durante horas. El padre, con el coche, había
dado mil vueltas al pueblo y alrededores en infinidad de microtareas que
incluyeron un par de cañas en el bar con un compadre. Lo podemos ver como un
final feliz, todos quedaron satisfechos. El niño, hinchado de golosinas como la
garrapata de sangre del huésped, estaba convencido de ello. Ya vendrían tardes
con peor suerte; cuando se le terminase de agotar el crédito y solamente
rascase bufidos del personal. Aunque ese momento estaba muy cerca, todavía no
había llegado.
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