Era un día más, un pueblo más. En el
pabellón municipal, escenario principal del evento, se había congregado más de
la mitad (de la peor mitad) de la población. Suponía que lo harían en el
pabellón para que la mediocridad política que administraba la parroquia se
diese pisto faraónico con la obra pública. Allí estaba también el pleno
municipal al completo. Aunque bueno, mejor sería decir al “completa” ya que la
vaginocracia más ramplona había también alcanzado al lugar y, tanto la alcaldesa
como las concejalas, eran mujeres emponderadas, emancipadas, realizadas,
superautoestimadas y orgullosísimas de haberse conocido. Tampoco esto era una
novedad, en la mayoría de parajes a los que le había llevado el trabajo las
mujeres (mujeres rurales monstruosas, autoritarias, dominantes, sin autocontrol
ni autocensura) eran las que llevaban la voz cantante. En las zonas rulares de
la región (su ámbito laboral) los hombres eran animalizados aperos de labranza
y quienes llevaban los “heroicos” (heroicos teniendo en cuenta que todos,
hombres y mujeres, seguían sumidos en el vertedero existencial de la derrota,
la pobreza y la incultura –y orgullosos de ello, faltaría más- a pesar de la
grandeza de gestión femenina y la enraizada esencia del matriarcado) las
mujeres, mucho más desde que oficialmente se fomentaba esa conducta y que su
“lobby” radical estaba institucionalmente patrocinado por agentes de igualdad,
oficinas autonómicas, observatorios de… Era el alma de la España profunda, la
misma idiosincrasia que ha parido los crímenes jugosos y aberrantes de pole
position en nuestra memoria negra, la misma subcultura de la miseria humana y
el atraso que hace cincuenta años (con la excusa de la posguerra para entonces)
o cien (con la del dolor unamuniano, aunque esto, más que una excusa, sea una
explicación) o ciento cincuenta (con cualquier otra…). Era la esencia de esa
parte cancerosa que nos mata a todos, que hace que, a aquellos con un punto de
amor propio y de vergüenza torera, les sea imposible replicar a un europeo
(ante un cuadro como el que el pabellón contenía) el estereotipo de atrasados
que nos cuelgan. En el fondo es verdad, y en la forma. El problema es que esa
parte crece y se multiplica desplazando a la válida, la trabajadora, la que se
esfuerza. Lo dicho, era una foto (una radiografía) de lo que nos está matando.
Ella había visto muchas de esas. Tantas que ya no le afectaban. De momento
caminaba al pabellón, dónde ya estaría el cámara haciendo sus cosas. La
acompañaban la redactora y una vieja que se le había colgado del brazo desde la
primera toma. La vieja lucía toda la vergüenza ajena del mundo piropeándola con
las mismas frases de todas las viejas dementes y atrevidas (aquellas que se
cuelgan de los brazos de las presentadoras de televisión autonómica a la voz de
“guapa, que eres más guapa aquí que en la tele” y “¿Esto cuando lo echan?”),
indiscriminadas, de cada tarde (hoy aquí, mañana allí, pero fotocopiadas).
Algún día quizás se le fuese la olla y mandase a la vieja a tomar por el culo, pero
ese día no. Resignación, que para eso era un trabajo. Y en el mantra que se ha
generado en esta nación de un tiempo a esta parte sobre la alegría de comer
mierda: había que dar gracias.
Dentro del pabellón la alcaldesa
estaba de mala hostia. Habían grabado el primer corte (lavando la cabeza de una
maruja desequilibrada en la peluquería cochambrosa de pueblo) sin avisarla ni
de que habían llegado y eso la había rebotado. Joder, es que no era normal no
rendir la pernada democrática y el homenaje al señor (en este caso señora). La
presentadora pensó que si estaba mosca, se tomase una tila (o un chute de jaco,
o una polla de negro – cosas que, a cada cual más, saltaba a la vista que venía
necesitando-). A ella sus conciudadanos la molestaban (desde la mencionada
vieja a la cuadrilla de gañanes satíricos que la dijeron sus frases
encantadoras –otra vez la gordura y la tele- babosos como animales en el portón
del pabellón. Se decía “cada palo, bonita, aguanta su vela. Y si te pica, ¡Te
rascas!”. Por fuera, le reía las gracias y hacía parabienes a quienes, en
esencia, eran su público.
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