Como siempre, costó un cojón
hacerles entender que se grabaría como si fuese directo, que había que hacerlo
en una toma y que la obedeciesen, que para algo era ella la profesional. Eso y
el “cuando lo echaban”, para que pudiesen verse (en tiempos, además,
inmortalizarse electromagnéticamente en la cinta de un vhs, pero esa era ya una
costumbre –incluso para tan “vanguardista” aldea- desfasada). Y es que parece
mentira lo complicado que parece el conseguir que medio centenar de palurdos
aplaudan a una señal, estén atentos y no jodan la marrana. Pero es que a estas
cosas van los más tontos. Tontos, además, con un afán de protagonismo inmenso.
Tontos impredecibles que pueden saltar por cualquier lado. Tontos pisándose los
unos a los otros sus minutitos de fama (o el autoconvencimiento de ésta, que no
hay nada como creérselo uno mismo). ¡Con lo bien que ella hubiese estado en el
sofá de diseño de una tertulia de corazón fina, bien vestida, luciendo
taconazos, acompañada de otro par como ella y un tópico mariquita (sin
garbanzos, por cojones, no hay cocido)! Pero no era el caso, ella era una
currela de lo audiovisual, la suplente de la copa del rey del entretenimiento.
En el fondo soñaba con algo más, porque ella (como el anuncio) lo valía. Soñar
es gratis y la autoestima sana, todo un objetivo.
En cuanto los formó un poco (marujas
emperifolladas delante, por favor), y sin más preámbulos que los retuvieran un
minuto más en ese infierno tan cañí, el cámara encaró su instrumento y se
echaron, como lobos, al tema. Lo exhibido por los indígenas tocó todos los
palos: cocina, manualidades, “preguntas improvisadas” de respuestas
subnormales, gracejos, micro-entrevistas a las ansiosas mujerucas ávidas de protagonismo
y, el colofón final, una representación del coro parroquial (femenino, faltaría
más) entonando una canción de su propia cosecha en loor de las “innumerables”
virtudes del pueblo. Una pieza musical espeluznante, acompañada de porrazos a
diferentes instumentos-utensilios de cocina o labranza, frente a un engalanado
remolque de tractor. Sobre el remolque del tractor un santo presidiendo (uno de
segunda fila). Había sido la romería el sábado anterior y, ya que estaban,
aprovechaban. Tanto se quiso mostrar al mundo que la toma se pasaba unos ocho
minutos del plan. Hubo que repetirla y la segunda, quizás por efecto del ensayo
y el arte de los participantes, la clavaron. Nuestra reportera dicharachera
agradeció al respetable su colaboración y les insistió en los horarios de
emisión convencida de que era información que jamás entraría en algunas de las
cabezas a las que se dirigía, pese a que se lo repitiese un millón de veces.
Como respuesta, la alcaldesa les convidó, con una solemnidad exagerada hasta el
ridículo, a dar cumplida cuenta de los alimentos que se habían guisado para el
escaparate. A esto la fauna entonó las orejas, un detalle muy español,
excitándose ante el olor de la manduca gratis.
El equipo hubo de declinar
momentáneamente. Aun les restaba subir al corral de un cabreo para filmar las
estupideces de uno de los “oficiales” tontos del pueblo. ¡Otro cuento más! La
materia que nutría su programa descansaba sobre el ilustre protagonismo
holgazán de los tontos del pueblo. A ella, solo le interesaba lo que le habían
ordenado, por eso entrevistaba retrasados y borderliners cada tarde. Además
estaba segura que cuando regresasen ya no les quedaría nada que llevarse a las
muelas. Los pantagruélicos vecinos, a esas alturas de la fotonovelas, ya habrían
dado cumplida cuenta de la despensa. Y mañana, qué dios dijera: otro programa
rematado y un pueblo feliz de su actuación, de la novedad. Enfilaron en la
dirección en la que aguardaba el cabrero. Entonces no hubo ni viejas colgadas
del brazo, ni “piropos”, ni nada de nada. La gente satisfacía sus instintos
gastronómicos sin remordimientos. Olvidada por su devoto público apretó el paso
para terminar pronto, recoger e irse de una puta vez. Trámite resuelto, ahora a
pensar en el de mañana.
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