Por las mañanas abro porque hay que
abrir, porque no me queda más remedio. Total, lo mismo daría que lo dejase
cerrado, o que echase la llave de la puerta y me liara a dormir dentro, doblado
sobre el escritorio. Nadie se daría ni puta cuenta. ¿Quién? La señora que vino
hace más de una semana a devolver un best seller del tamaño/peso de un ladrillo
macizo o el gañan que estuvo, hace cerca de un mes, a que le pasara el paro por
Internet y así ahorrarse el viaje a la oficina, en el pueblo de al lado. Este
último, por cierto, aunque se le notaba que se había cambiado de ropa y
arreglado para el trámite de venir a darme el coñazo, desprendía un tufo a
humano revenido (entre macho de piara y puesto de encurtidos al sol en un
mercadillo) que podía empañar las lentes de unas gafas. Esta falta de comunión
con la higiene debe ser endémica de la parroquia, porque no es, ni de lejos, ni
el primer ni el peor caso con el que me he topado. De hecho, recuerdo a una
señora que tubo el gusto de visitarme tras hacer la compra mientras paseaba una
bolsa con bacalao que apestaba a mil demonios; pero ese es otro cuento (ni
siquiera eso, porque ahí termina la narración: hedía y punto). Decía que por
las mañanas aquí no viene ni Dios y el estar de plantón en el escritorio,
tirándome un poquito más a la desidia laboral cada día que pasa, se va poniendo
cuesta arriba. De momento no alcanzo el tope de la decadencia, que es sobarme y
que pase el tiempo. En el fondo son dos horas en un lugar con libros e
Internet. Me entretengo como puedo y me pagan (una miseria) por eso. No es el
trabajo de mis sueños, pero los he tenido peores.
Como peor es, o suele serlo, por la
tarde o en vacaciones escolares. Entonces, las mismas dos horas se me hacen
interminables aguantando a los niños más tontos del área en los ordenadores,
jugando a minijuegos y molestando con el ahínco que solamente los chiquillos
saben poner a la hora de tocar los
cojones. Por eso hay tardes en las que comprendo a Herodes y su campaña
eugenésica. Cuando los padres descuidados y perezosos se desentienden del
futuro de su genética transmitida y los largan al mundo para que los aguante
otro, yo votaría el hebraico rey (con la condición de que me dejase apiolar a
alguno de ellos, algunos a los que tengo un cariño especial, con algún tipo de
objeto contuso, no sé bien porqué pero se me antoja un mayal –nunchaku para los
devotos de películas chinas y demás abortos-) para presidente.
Así me gano la vida. Sabía a lo que
me exponía y firmé de acuerdo el contrato. Casi es mejor así. De esta manera
estoy a mi bola, tranquilo, y las jornadas se suceden hasta el fin del
contrato, momento para el que tengo planes de verdad. No me joden mucho desde
la cadena de mando así. Lo gracioso (aunque sea lo que explique lo precario) es
que sea un puesto en la administración pública, algo cultural, de nombre
rimbombante. Quizás moralmente sea reprobable que el dinero se malgaste así. Me
consuelo con el “maricón el último” y el que soy de mi propio negocio el que
menos rasca. Pero bueno, hoy es otra mañana en la que no viene nadie (otra
genial mañana solo). Me aburro soberanamente. El hambre de la próxima hora de
comer me entona la mala hostia y la serie que me he descargado, y estoy viendo
ahora mismo en el portátil, me amodorra narcóticamente.
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