El porqué la siesta era preceptiva y
de obligado cumplimiento, en una casa dónde se levantaban pasadas las nueve de
la mañana, constituía todo un misterio, y más cuando pasaba en invierno. Con
mil excusas (aunque normalmente solo baste una para autojustificarse) se
acodaban en el sofá cada día después de comer, mecidos y sedados por el
telediario (que era otra parte de la letanía también imprescindible). Allí se
descogotaban una hora, lo menos, hasta que un ruido, o la rigidez de planchar la
oreja en vertical, co un cabezazo traicionero de los que estremece el cuello y levanta
torticolis despertaba a uno de los dos. Uno que, con un infinito buen gusto y
tacto, incordiaba al otro hasta traerlo de vuelta a la realidad consciente (una
manera sutil de compartir desvelos, literalmente, y de practicar mítico
“si yo no puedo, entonces nadie”).
Entonces arrancaban pesados, embotados, abotargados. No volvían a ser
personas, a estar útiles, productivos, alerta completamente, hasta pasado un
buen rato. Se amodorraban en el asiento intentando conservar la ilusión de
desconexión que el sueño brinda cuando la vida no es lo que se esperaba de
ella. Estaban ese rato torpes, pastosos, incoherentes a veces, recayendo en una
somnolencia a trompicones hasta que, con un esfuerzo de voluntad supino, se
incorporaban y se tomaban un café soluble diluido en leche (el primero de una
serie, a lo largo de toda la tarde, de meriendas, pre-meriendas y
post-meriendas interminable), él normal y con sacarina; ella, descafeinado y
con azúcar (no olvidemos que la individualidad del español se demuestra no en
buscar cosas que marquen su personalidad esencial, se demuestra en que cada uno
tiene que tomar el café de manera distinta al vecino: corto, largo, con leche,
con hielo, con el coño de mi prima…). Se lo bebían viendo el deporte,
apasionados por los dimes y diretes de la polémica baratera que tanto
entusiasma en el medio, tomándose a la tremenda los lances y ofensas del
dicotómico fútbol patrio, indignándose soberanamente por las gilipolleces
balompédicas e ignorando la verdadera morralla (esa que habían escuchado
hipnopédicamente en la sección nacional del noticiario pero que les traía,
cuando no debiera, tanto por el culo. Resultaban, en el fondo, un magnfíco
cliché. Y así terminaban la siesta Era
su manera de arrojar por el retrete un precioso tiempo en algo que no tenía
razón de ser. Lo hacían cada día, sin falta.
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