Cuando se les recriminaba sí tan imprescindible les resultaba la
cabezada, y más considerando los horarios de sueño y demás, o el porqué
malgastaban un tiempo precioso en, simplemente, dormir sin necesidad,
replicaban de todo. Desde que solamente se transponían unos minutos (mentira
comprobada día tras día, en los que la siesta no bajaba de los tres cuartos de
hora, y eso cuando caía, que no era lo habitual ni mucho menos) de nada, hasta
que era una tradición con una increíble epistemología apócrifa detrás avalando
sus beneficios (bueno, en la mayoría del
mundo civilizado no lo es y a nadie se le cae ningún miembro por no holgazanear
y dormir después de comer, es más, y aunque pueda que sea por otras muchas
cosas más allá de la siesta, ), o que les sabía demasiado rico para dejarlo
(¡Cojonudo! La más elemental fuerza de voluntad vencida y pisoteada por la
desidia, por la claudicación. Era inútil intentar razonar con ellos, con su
convencimiento, su obcecación y su cerrazón. No servía explicarles que solo
conseguían romperse el ritmo, que, entre lo que dormían y lo que tardaban en
volver a estar operativos, se les marchaba media tarde (no, no eran de ese tipo
de personas que se levantan completamente alerta) y que con la tontería solo
alcanzaban un descontrol de sueño y pereza que los tenía, más tarde, pasando la
noche a tirones febriles y sueños agitados. No, no veían nada de eso y no los
hubiese convencido de lo contrario el jodido Dios berreándoselo en una
aparición con luces, efectos de pirotecnia y demás.
Por eso, cada tarde, desde una silla, contemplaba en panorámica y palco
el penoso espectáculo de su desidia. Sobados, molestos si algún ruido los
despertaba momentáneamente, eran un esperpéntico y zafio cuadro costumbrista
del que intentaba sustraerme haciendo cualquier cosa: leyendo, limpiándome las
botas, haciendo zapping. Puede que mis actividades entonces no fuesen un éxito
objetivo, pero al menos eran algo, no el símbolo de la decadencia, del esperar
de cualquier manera (sobre todo, lo más anestesiado posible) una muerte vacía
tras un largo proceso de la nada. Era mi pequeña manera de revelarme, de
reivindicar (en oposición a ellos) la minúscula dignidad de la lucha. Pero el
caso era ese, si me movía un poco, o algo en la televisión emitía algún ruido
descordado, “amanecían” cabreados como monos. Daba igual, los malos éramos
siempre los demás.
Todas las tardes, además y apostrofando la visión de deterioro humano,
ella (mujer perfecta, como todas, y que como todas era quien debía llevar y
llevaba el timón del hogar, pese a la infinidad de carencias y la
irracionalidad de poner al cargo al menos apto solo porque si) desarrollaba una
letanía singular. Desde que abría los ojos, comenzaba a enunciar intenciones
(precedidas por la inevitable coletilla “voy a…”), tirándolas por ráfagas, que
se apagaban como destellos nada más salir por su boca. “Voy a fregar, voy al
servicio, voy a barrer la cocina, voy a sacar para esta noche cenar…” para
morirse todas las intenciones en la gasterópoda ingesta del café. Después se
embobaba con la televisión, creyéndose más espiritualmente superior por zamparse
el docushow del telediario. Incluso entonces, seguía con su serie de “voy a…”
sin objetivo, sin consecución. Creería que así nos engañaba, que pensaríamos
que, con todo lo que anunciaba hacer, no paraba un segundo y le debíamos mucho.
Pero yo ya no era un niño y no se me engatusaba con esas pamplinas. El conjunto
era una lección maravillosa de lo que la perfección, sobre todo la que se da
por sentada, debe ser.
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