A la paisana se le calentó la boca con la monserga. Vería lo que es un
club de lectura en la tele, o dónde cojones fuera. Se pensó que reclutando a
cuatro marujas y pidiendo un libro al trimestre en fondos bibliotecarios
regionales o asimilados, se ramblaría actividades, excursiones, visitas de
escritores de postín para alimentar su ego con debates chorras sobre el oficio,
lo divino, lo humano y el coño moreno (¡Eso es ilusión, esperanza verde
limón!). la idiota ni se planteó por un instante que lo imprescindible para un
club de lectura (mucho antes que lleguen las pajas mentales de excursiones y
saludar a premios Nobel, elementos accesorios que quizás aunque jodido,
jodidete…) es reunir a un grupo se lea los putos libros, coño. Para eso me ha
enganchado, como una buena jefa, para que monte el chiringuito y le dé pábulo a
sus sinsentidos mientras le dure el arreón.
En una aldea de zoquetes (me incluyo en el lote, aun no soy tan snob de
lo contrario), eso es como pedir montar un congreso de neurobiología o la
presentación de un satélite de comunicaciones. Aquí ni dios lee nada y nada es
ni, dependiendo del estereotipo de género, la prensa deportiva o del corazón
(¿Para qué?, teniéndolo en la tele sin ningún esfuerzo intelectual de
recepción…). Además de eso, hay que hacerlo cagando hostias. Cada tarde que
viene, desde que elucubró la patochada, a revisarme el trabajo o mandarme algo,
hay ración del club de lectura y su puta madre.
Como un buen currela, y alas marchas forzadas impuestas por la prisa de
la novedad de la zopenca, he gestionado el número de usuario colectivo en una
biblioteca con fondos ex profeso, impreso unos folletos explicando el tema y
cómo apuntarse, lo he publicitado mediante el eterno y cateto pregón y, en
definitiva (¡Joder que héroe!), he quedado todo listo a falta de “los once del
partido”. Resultado: van pasando los meses y se han apuntado, literalmente,
cuatro pedorras (dos de ellas por compromiso) y la presión popular para tan
demandada actividad se ha deshinchado como el fuelle vaginal de una vieja.
No me quejo de las horas (al precio que las cotizo) tiradas a la basura
en algo inútil, abortado desde el principio. Lo que me jode es que la gente
tenga que darme por el culo a mí, precisamente con sus camballadas. Hoy, más
por vergüenza torera que por otra cosa, subiré al ayuntamiento para un último
pregón que intente reanimar al muerto. Conozco hasta las bolas que no cambiará
nada. Sobre la concejala, se le ha olvidado ya el asunto, cosa también
prevista. Ya no sueña con orgasmos editoriales. Se preocupa de modas más
inmediatas pero igual de efímeras. Para eso tanta prisa y esfuerzo.
Es que en este país, en el que no hace falta ser listo teniendo refranes,
decimos lo de la miel y la boca del asno. El problema es que hoy por hoy,
cuanto más rucio, más “sibarita” ¡Así nos va!
Los tristes folletos informativos, en blanco y negro, seguirán para
siempre en la mesa del bibliotecario, sobreviviéndome en el cargo, cogiendo
polvo, poniéndose amarillos, esperando la nada por la tontería, siendo una
metáfora de algo.
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