Pues bien, la colega es uno de esos ejemplares genuinos de mujer rustica
hoy en día; un paradigma de ese genotipo que, en las aldeas: se asocia, hace
manualidades, teatro, se reafirma (a si misma y a su autoestima) por lo menos
una docena de veces al día, todo lo intenta y (lo que ya es la polla en bote)
todo lo consigue. En resumen, es una cantamañanas con bula políticamente
correcta que solamente busca llamar la atención cada cinco segundos y mendigar
su dosis de aprobación social al respetable (que está hasta los cojones de
ella/s y su supremacía inevitable).
No sé porqué (intuyo que por aburrimiento) pero las señoras con este
perfil han proliferado, como champiñones en montón de mierda, en el agro de un
tiempo a esta parte. Las mismas que, escasas décadas atrás, se conformaban con
misa, vermut, paella para comer y paseo a media tarde los domingos; ahora
precisan de un montón de recursos y actividades para conservar su correcta
salud moral y realizarse. Son aquellas que, sin haber dado un palo al agua en
su puta vida, celebran ostentosamente (amparadas en las pingües sangrías
financieras, a manos del feminazismo institucional, que sufragan estos saraos;
pasta que, entre otros, sale de los bolsillos e impuestos de aquellas que debieran,
porque trabajan de verdad y en silencio como todo honesto hijo de vecino,
celebrarlo…) el súper día de la mujer trabajadora con banquetes pantagruélicos,
actos politizados (de tufillo fascista-rosa) y (metafóricos) concurso de medírsela
demostrando (la que canta porque canta, la que baila porque baila y la que actúa
porque actúa) que se es la más guay del Paraguay.
Ella, la concejala, era todo un icono de estas mujeres: se apuntaba a
todo (incluso a actividades simultaneas o contradictorias), todo lo sabía, todo
debía pasar por sus “imprescindibles manos, nada terminaba y todo lo tramitaba
a bombo y platillo. La penúltima fue matricularse, a los cincuenta años, en
unos estudios universitarios a distancia que no alcanzaron ni el segundo curso
(no pitaba, la pobrecita, allí tanto como hubiese deseado). La última, su
carrera política a nivel local y su cargo: concejala de cultura, una excusa
perfecta para mangonear, presumir y dar la nota.
La jerarquía y los programas de empleo oficiales hacen que ahora entre
yo, por fin, en el relato. Bajo el mando de tan sublime beneficio para la
humanidad estoy contratado, por todo un año, con el pomposo oficio de “promotor
cultural” en el ayuntamiento. No entraré en la lógica de aquellos que aborrecen
y combaten la precariedad laboral del ciudadano desde sus cargos públicos de
perfil alto ofreciendo al personal medias jornadas al mínimo interprofesional
(menos de dos euros la hora de jornal ¡Qué derroche!). Ese es otro debate más
relacionado con los tiempos que nos cayeron en gracia…
Pues eso, que ahora mismo, en este puesto (que se traduce por auxiliar
del auxiliar administrativo, bibliotecario de una bibliotecario de una biblioteca
donde nadie lee salvo best sellers – consoladores para menopáusicas, chico para
todo y puta del barrio) debo trabajar, coincidir y obedecer con las ideas de la
señora concejala cuando esta sufre sus episodios de iluminación o se aburre de
dar vueltas al pueblo/ruedo toreándose de actitud. De esta manera, una buena
mañana se le ocurrió lo del club de
lectura. Y en ello andamos, haciendo el gilipollas.
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