No se porqué me
acuerdo de eso. Tampoco porque me significa un “memento mori” al oído cada vez
que pienso en ello. No estoy seguro de cuanta edad tendría yo, ni ellos.
Estaban en la tele, un telediario, creo, algo de relleno. Se cumplía el
aniversario, a saber cual, de no sé que batalla, fiesta o entremés de la Segunda Guerra
Mundial. En el acto, como no podía ser de otra manera, mucha pompa, banderitas
y banderazas, políticos de los distintos países que se degollaban como perros
en la ocasión conmemorada. También había soldados en activo, muy guapos y muy
uniformados de gala, que siempre hace bonito en cámara. Por haber, en uno de
los lados y segundo término, había un puñado, cosa de una docena larga, de
vejetes. Iban de paisano y arreglados todo lo posible dentro de ese desgarbo
natural que da la senectud. Alguno de ellos llevaba un gorro militar (tipo cuartelero)
y, por supuesto, porque se las habían
ganado, y bien, muchas medallas y cruces en la solapa. Eran, de todos los
presentes, los que realmente habían estado en el evento original, algunos de
ellos, algunos de los que quedaron y quedaban. Los años habían pasado ¡Tanto
que si! No tengo ni idea de lo que fue de sus vidas, de cómo las pasaron. Ni siquiera
me planteo que clase de personas eran y fueron (ser un homenajeado de algo, o
un difunto, por mucho que se pretenda, no es garantía de superioridad humana).
Allí estaban, los mismos que mucho tiempo atrás combatían fuertes, jóvenes,
plenos, ágiles… Hubo un momento en que las banderas comenzaron a desfilar.
Todos los ancianos, a una, algunos de ellos con mucha dificultad y con
asistencia mecánica de muletas, bastones o andadores, se pusieron de píe y se
cuadraron. No era, ni mucho menos, perfecto, pero sí épico si es que todavía
queda en el mundo algo de esa palabra. Los descubiertos en firmes. Los que no,
con una mano al lado de la cabeza. Es que hay cosas que no se olvidan, y hay
cosas que se llevan dentro y nada las puede cambiar, aunque el tiempo acabe por
derrotar lo que no pudieron los hombres.
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