El que diga que los alemanes son organizados se
columpia un poco. Al menos este lo era por mis… ¡Eso! Después de comer, una
hamburguesa que me supo a gloria, llamamos al colega por ver como iba a ser el
invento. El tío ni lo cogió. Por suerte sabíamos el lugar de otras aventuras
playero-culturales y decidimos plantarnos allí. Previamente hubo tiendas, unas
gafas de sol que me salieron caras como ellas solas y que, con mi ropa negra (ese día iba de negro)
me daban pintilla de estrella del country. Cuando llegamos no nos recibió ni el
Tato. Alguien del hostal, que por suerte estaba al cabo de la fiesta del
bávaro, nos puso en una habitación donde ya estaba esperando otro paisano. Por
aquellas no sabíamos ni siquiera el plan.
Al mucho rato el alemán apareció, cansado y con
resaca. Había estado en un festival todo el fin de semana y tenía el cuerpo
toledano. Nos indicó las habitaciones, separadas por géneros, que el hostal era
de una asociación cristiana y a Cristo no le gusta la proximidad física ni la
tentación. El que iba conmigo le preguntó dos veces como se iba a hacer para la
cena; el alemán, a uvas. Por eso entre unas cosas, esperar, el no saber, el que
me parece que si organizas algo te tienes que pringar y sacrificar, el ver como
todo dios pasaba mil de todo y que los acontecimientos sociales (especialmente
en estado de secano y falta de riego) me hacen sentir incómodo como ninguna
otra cosa, y otras se me estaba empezando a poner una leche como un mono.
Propuse a los míos ir a un bar a tomar una cerveza
para, por un lado, líbrame un rato de tener que pringar en la fiesta (siempre
me acaba tocando), por el otro, ir calentando la ingeniería para luego. Pues se
montó. Él quería quedarse a ser sociable con… nadie, porque no había nadie.
Ella se puso petarda como solo la novia de otro sabe ponerse porque nadie la
hacía caso y no la dejaban ser la que manipulase (en cierto modo no había nada
que manipular). Y allí, en la puerta del hostal, estoicamente, me tuve que
comer el cuadro de pollo de enamorados. Más de media hora de dramatismo de
baratillo en plan “me cojo el tren y me vuelvo para casa” versus “siempre me
haces lo mismo, haz lo que te de la gana”. Un detallazo por su parte, tenerme
allí al cromo. Por lo menos las gafas de sol sirvieron por primera vez para
algo. Me tapaban el mirar de odio que, apoyado en la farola, se me estaba
poniendo viéndolos discutir. Todo por una cerveza, ¡Si no hay nada como tener
ganas de montarla...! Al final la cerveza fue, solo con ella, que él se quedó a
socializarse, en una terraza. Allí me pegue la secuela lógica, el disfrute del
drama existencial de una pareja que discute narrado por su protagonista
femenina. Algo tan estrógeno como Jane Austen y lo mismo de divertido.
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