Llegó el descanso y todo estaba visto para sentencia.
Me fui a hacer pipi ya que es algo sumamente aconsejable cuando se trasiega
cerveza. Resulta que en ese inciso la robusta trasalpina fue a lo mismo apenas
un minuto después que yo y el respetable, por eso de que cuando el diablo no
tiene que hacer con el rabo mata moscas, empezó a gritar (por supuesto y, dado
el ambiente, a lo campo de fútbol) “¡Sex, sex, sex…!”. Yo no me enteré, que
estaba con el deleite de descargar un hectolitro mirando al techo del urinario.
Cuando volví mi vaso había desaparecido y, por estas cuestiones de la jodida
extraña suerte, empecé a compartir el de la amiga. Con la que por cierto, y
pese a la rivalidad deportiva (¡Toma parida que acabo de poner!), había
bastante buen rollo.
La segunda parte se me fue en un suspiro, porque ya
iba del todo. En el frenesí prácticamente ni me empanaba. Entonces Fernando
Torres hizo el milagro, se pega el tercero y la asistencia del cuarto. Todo eso
después de un campeonato de mierda. En la vida (y menos en las casas de
apuestas, creo) se esperaba eso. La frase “todo es posible en domingo” se
encarnaba en él. El arbitro pitó, éramos campeones (¡Que plurales más
peregrinos!). La euforia se me desbordaba y estaba ronco. En esas fui informado
de los cánticos de la afición en el descanso e, inspirado por la gesta de
Torres, diciéndome a mi mismo “si él lo ha hecho tu también ¡Coño!” me puse al
oficio de marcarle a Italia, a la que ese día le entraba todo. Tirando del
tópico, ya que estamos tan castizos, encaré al morlaco.
La celebración, como me temía, no dio de sí y éramos
muchos. Otra cerveza en una terraza que nos acabó cerrando, buscar otro sitio,
la española en la fuente de la plaza, la otra italiana corriendo en sujetador
por la calle (cosas de las apuestas chorras), policía que aparece de la nada,
gente que desaparece de la nada, ir a jalar a un puesto de hamburguesas
veinticuatro horas (un sitio gourmet, por cierto) donde se compraron algunas
latas, volver al jardín del hostal…
Allí a ella se le abrió la defensa y busque, que ya
tenía todo el equipo volcado arriba, el hueco. Dijo, en un gesto muy hippie,
que ella dormía en el suelo del jardín, a lo natural. Yo que duermo aquí. Ella
que vale. Nos quedamos solos, hablamos y cargué.
¡Paradón del portero! (bueno, puede que fuese un melón
a la grada). No, que hay novio. ¿Qué
tocó? Dormir abrazados (¡Toma koala!). Al par de horas, en las que no pegue
ojo, empezó a amanecer y ella se fue que le salía el tren. Yo tenía una resaca
espantosa y la misma ropa negra, ahora apestosa, del día anterior. Un bocadillo
de calamares bien aceitoso, que me empapase el alcohol que estaba intentando
procesar mi hígado, hubiese sido el mejor desayuno, hubiese sido un consuelo
entonces, hubiese sido un hogar.
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