Cuando volvimos, por volver y no tenerlas más
celebres, el que había desaparecido era él. ¡Muy bien! Por lo menos ya se
habían aclarado las circunstancias de fajina y había gente en la cocina
cortando verdura. Ella, amén de mandarme a buscar al otro cada cinco minutos.
Se puso, feliz como una perdiz, a andar con todo, a disponerlo todo. Finalmente
bajamos las cosas al jardín y se empezó a cocinar. Como siempre pasa, al olor
del la comida nos reunimos todos los que éramos. El grupo era multicultural,
poliglota y esas cosas. Cada uno de su padre, de su madre y de su país.
Interesados en la final, al menos por una cuestión patriotera, solamente
estábamos por Santiago (cierra y esas cosas) otra y yo. Por parte de (¿Quién es
el patrón de Italia?) una, su señor padre y posteriormente se sumarían otra y
otro. El resto de todas las partes. Simpatizando, o no, o solo al tufillo de la
feria, hasta sumar unos quince, la niña bonita.
Antes de atacar las salchichas, menú principal, se
explicó el reparto de gasto, que era de renglón. Al final de la noche se
pondría una caja y cada cual echaría lo que quisiere según considerase que
había consumido. La nota había salido por cincuenta. Hay veces que el dinero no
cunde una mierda. ¡A comer se dijo!
Los míos habían desaparecido, ahora los dos. ¡Mira que
bien otra vez! Estarían teniendo concierto, pero en otra parte. Una de la que
me libraba, y era de agradecer, que no eran muchas. De comer me planté un
perrito caliente, y de milagro, porque es difícil competir con la avidez de
según y tipos de señoritas de colegio de monjas y pitiminí de hoy en día.
Porque era un gusto ver a una valquiria de metro noventa y categoría crucero
echarse cosas para adentro con la misma desenvoltura que un cruzado inglés del
siglo XIII. Lo mío siempre fue más el liquido elemento, que era de lo poco bueno
que tenía el país. Habían comprado la del cura, que era de las cervezas más
flojas de la parroquia. Ni idea del nombre, porque el idioma no había dios que
lo echase mano y las cervezas se me clasificaban por el dibujo de la etiqueta:
la del cura, la cabra, el casco viquingo. Esta tenía un regordete y bonachón
curilla, o monje, de tonsura y toda la pesca, sujetando un par de jarras
rebosantes. En seguida me hice amigo del coleguita, no era difícil, que ya nos
conocíamos de antes. Para cuando empezó el partido ya iba de mitad para
adelante.
Las italianas se cantaron el himno y todo. Muy a lo
gallinero, eso si. Yo me hubiese marcado “Suspiros de España”, de la que me sé
el principio y era lo que me pedía el cuerpo. Pero no es el himno, ¡Una pena! Me
parece más representativo. De las italianas, porque es un dato a tener en
cuenta para luego, una estaba con danés y la otra era algo, bastante, tanqueta.
Ambas del norte y la tanqueta, por más cuadro, tenía la voz aguardentosa (¡Ay!
Sofía Loren que no estás en los cielos, santificado sea tu…). En cuanto al
partido. En la vida pensé que fuese como fue. Por supuesto lo vi en ese éxtasis
místico que nos da a los del genotipo cuando vemos deportes: gritando como un
animal y pegando sentadillas (poniéndome de pie a cada cosa). En los goles el
guturalismo llegaba al extremo y seguía amorrado al amigo clérigo, pimpán que
nieva.
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