Su puta madre que calor hace. Se
funden las paredes, se respira brea y uno se pasa el día entero chorreando
sudor como un marrano sin importar lo que ande haciendo: estar delante del
ordenador, dormir entre sábanas que parecen mantas polares o tirarse en el
sillón viendo la tele como un perro en un sombrajo. De cualquiera de las
maneras las pasas putas y un barniz pegajoso, húmedo y caliente te brilla por
la piel condensándose en gotas. El verano en el sur interior no hace gracia. La
gente se apaña como buenamente puede, bebiendo gaseosa con hielo y una rodaja
de limón, bañándose en estanques y piscinas naturales en cada riachuelo o
dándose aire con un paipai. Por eso no es físicamente posible lo de esa vieja.
Con dos cojones está sentada en una silla plegable de camping, orientada al
sudoeste en el tendido de sol, enlutada, a las seis de la tarde y su única
protección es una mano haciendo de visera sobre los ojos y un cartón recortado
de un pack de bricks de leche como abanico. Eso es tenerlos bien puesto, si
señor. Cuando por la plaza no pasan ni las golondrinas no sea que se incendien
espontáneamente por el roce con la inflamable atmósfera, ochenta y tantos o
noventa años de vieja se comen la canícula sin pestañear siquiera. Quizás hace
esto porque está chocha, quizás con lucida fe en el refranero y los dichos
populares fía en lo de que los niños se mueren en agosto y los viejos en enero
(para sobrevivir a los eneros esconde bajo la manga un comodín infalible, su
brasero de picón asfixiante en la pesa camilla). Sea como sea ella es el único
rasgo de vida en todo el pueblo, encerrado hasta que al dios sol se le quite la
mala hostia.
En cambio durante las noches la
situación cambia por completo. Como insectos nocturnos que vivan bajo las piedras,
todas las almas del pueblo, al caer la tarde y comenzar a oscurecer, se echan a
la calle ansiosos. Los adultos despellejan a los vecinos en corrillos, los
críos corren chillones y los adolescentes, esa tribu, se disimulan por las
afueras para pelar la pava y tontear. Parece poca cosa (lo es) pero los
recursos no dan para más incluso con la irrupción de la telefonía móvil y las
redes wifi. Los veraneantes van a los pueblos y confunden eso con el calor
humano y la cercanía que falta en las ciudades. Se equivocan. Hay esto porque
no quedan más pelotas. Cuantos pueblerinos si se les diera a elegir, no
cambiarían su situación por anonimato, bares, cines y el precioso sonido de las
máquinas que riegan las calles de madrugada. Pero a los forasteros esto les mola,
porque lo viven poco rato y se lanzan a los usos de aldea como lobos. Eso le
pasó al pobrecillo de nuestro protagonista, que con las normas de la ciudad, se
la dan con queso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario