En un primer momento el artilugio
pegó un llamadazo de la hostia que envolvió las latas en fuego. Un instante
después, de alguno de los agujeros salían lenguas como las de un soplete. Coño.
Si que era chungo y peligroso (o, más bien, exagerado).. la moneda repiqueteaba
aceleradamente sobre los rotos de llenado y sonaba como una amenazadora
cafetera filtrando el agua hirviendo. Era tan aparatoso que me jiñé por si
pasaba algo. Pero el alcohol de alrededor se consumió, las cocas como
lanzallamas y todas las de alrededor se moderaron y encendieron en una
combustión controlada, azul, constante. Cinco minutos más tarde, con el
cachivache sin apagarse y su coronita tremolando, lo había conseguido.
Furrulaba como un tiro. Ya tenía un hornillo de mendigo.
Como un buen empirista, el siguiente
paso que se me ocurrió con el nuevo juguete fue medirle el consumo. Busque una
medida de capacidad fija, un baso de chupito. Lo llené y, menos lo que se
derramó alrededor y por toda mi mano, vertí el combustible dentro. Repetí los
pasos de la ignición pero, satisfecho y confiado por mis dotes constructoras,
no me sequé las manos de lo que me había salpicado. Consecuencia, a la primera
chispa de la piedra del mechero tanto el hornillo como su creador echamos a
arder.
Por supuesto ya no me preocupé más
del bote. Bastante tenía con mis manos en llamas doliendo como nadie se puede
imaginar, oliendo a carne quemada, pasando la lumbre a la ropa. A manotazos,
voces y con un grifo cercano, las sofoqué en seguida. Mi familia acudió al
jaleo y arrancamos lo antes posible a por atención sanitaria. No me había
carbonizado las zarpas, pero estaban rojas por completo y, en algunas zonas,
empezaban a salir algunas ampollas. Imprescindible ir a urgencias. Con el
trajín, nadie se acordó del hornillo para nada. Este siguió quemando, una vez
normalizado su funcionamiento, por un rato largo. Lo hizo hasta que la llama
decayó poco a poco y se extinguió agujero por agujero en un suspiro. Cuando
volvimos del hospital allí estaba. Frío, consumido, inocente. Alguien, con
mucho cariño por mi seguridad y mi salud, se deshizo de él no sin antes
aplastarlo de un pisotón. Desde entonces prácticamente no me dejan enredar con
según y qué cosas, en recuerdo del incidente. Una lástima, porque sigo teniendo
grandes ideas y, las que no tengo yo, me las provee Internet.
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