Y el cabrón del orangután chico se
puteaba, se apartaba unos pasos de los demás dándose en la cabeza, tirándose al
suelo y chillando como si lo despellejasen vivo. El jodido mono era más
dramático que un funeral moruno. Menos de diez segundos después se le pasaba el
berrinche como por arte de magia y el espabilado volvía con los demás. Así, con
si pelillo colorado y de punta, con los redondos ojillos enfocados a cámara, la
rabieta del simio por la tele era lo mejor de esa tarde.
Me planteaba dormirme y que así se
me fuese un rato. Lo malo de ese truco es que más tarde, por la noche en la
cama, estaría como un lucerito con los ojos tan abiertos como el orangután de
marras hasta las putas claras del días. No es que no tuviese cosas que hacer.
Es sencillísimo encontrar obligaciones, hábitos saludables, quehaceres, cosas
que estudiar o leer. Pero me apetecían una mierda. Estaba echando la tarde con
el documental de cría de monetes huérfanos y su reinserción a la madre selva.
La vida de los bichos era envidiable: bien comidos, bien asistidos, con otros
para jugar. ¿Joder si se lo montaban de puta madre! En contraposición a mis
primitos animales yo me moría de asco en el sofá, con el cuello tieso como un
palo del escorzo haragán y sopesando como librarme bien de mi propia
consciencia, bien del ladrillo de la tarde de sábado.
A todo lo que se me iba ocurriendo
para combatir el aburrimiento le salían inmediatamente pegas perezosas para pasar de ello: la de dormir ya la he
contado; ¿Emborracharme? Mañana tendría resaca; ¿Pelármela? (más preciso ¿Pelármela otra vez?) a la
quinta de la jornada ya ni le obtienes entretenimiento, además, eso cubre un
instante, no una hora; ¿Salir a dar una vuelta? Vale, ¿A dónde?... Se estaba
mejor tendido en el sofá, despatarrado, deshaciéndome en la mierda de los culos
que habían tocado antes la funda del mueble, fastidiado, puteado de una manera
diferente al monito, apático, en coma.
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