Lo que no pase en un pueblo no pasa
en ningún otro sitio. Bueno, a lo mejor si que pasa pero se disimula en la
intimidad doméstica y no trasciende más allá del bloque. En el pueblo se
publicita, se pregona, se airea, se comenta y se debate con parámetros
grotescos y bizarros. Dura el sonsonete hasta que se reemplaza por otra nueva
y, cuando hay suerte, mejor que la anterior, fresquita. Además son cosas
perpetradas por los personajes del pueblo (repetidos de municipio a municipio y
más tópicos que la madre que los parió): la ración de tontos y sus
excentricidades en su entorno de brutalidad rural, corrales llenos de mierda
carcoma y óxido y boinas. Sé hasta los huevos que me repito en los relatos con
el pintoresco agro. Son lentejas. Además hacen más gracia sus criaturas que los
vampiritos metrosexuales, los curillas templarios conspiraniocos o las
malfolladas a las que su apuesto amante empresario de éxito atormentado les da
unas manos para ponerse palote. El cuento de hoy es un cromo, uno más. describo
en primer lugar un poco por encima a sus actores principales, genial elenco: el
jorobado de la aldea hijo del herrero, su simiesca mujer y el tarugo obeso de
su chiquillo, todos ellos deficientes intelectuales reconocidos por el papá
estado con su paguita y su patrocinio de lo inútil.
El chepudo y señora se habían casado
porque dios los cría y ellos se juntan. Eran tal para cual. Él prácticamente un
bestia mezquina y ella un orangután atontado con el mirar perdido en el
infinito reflejando que duras penas llegaba a comprender un cinco por ciento de
su vida en general. El cura, sin contradecir a su jefe sobre lo del “amaos unos
a otros”, les formalizó el apaño. El niño fue una sorpresa porque en el
contrato rezaba que ella venía con el truco hecho para no engendrar. Pero ya se
sabe, joder es sencillo y, bajo el acuerdo de ambas partes, gratis. Así que
perpetuaron su mala estirpe en un crío tonto de baba, gordo y zoquete. Los
cuadros con semejantes elementos eran el pan nuestro de cada día en esa casa.
Del jubilado era vox populi que, cundo se le cruzaba el cable o se le
atragantaban los vinos, se marcaba algunos asaltos de sparring con la parienta
y el melón de sus entretelas. Eso era lo normal y, por otro lado, nada fuera de
lo común en la comarca, dónde civilizar a palos a la señora era una prácta
educativa tradicional, no muy mal mirada y que bebía de los principios más
ortodoxos de la estricta pedagogía británica. Pero lo que hizo aquella vez el
zote a su familia, además de ser un misterio el dónde sacaría la iluminación
para la idea, fue una novedad y una originalidad se agarre por donde se agarré.
Y todo por una lata de sardinas.
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