Así estaban los tres pobres
desgraciados, esperando en una esquina del bar. Bebiendo sin parar, asustados.
Al tiempo llegaron a ponerse borrachos, que es lo que pasa cuando se bebe de
continuo durante horas. El sitio se fue vaciando según pasaba la noche, hasta
el momento de cerrar. El camarero les dio un poco de cancha para que se
acabasen lo que tenían. Con el garito chapado, la puerta cerrada, las luces
encendidas y la música quitada, hablaron un poco con él mientras recogía,
limpiaba pasando un cepillo por el suelo y encendía el lavavajillas con los
vasos usados. Todo era como siempre.
También como siempre ellos echaron su pequeña mano levantando los taburetes y
ofreciéndose a lo que terciase. Después ya no hubo más excusas y tuvieron que
largarse. Se prometieron con el camarero volver en septiembre, o en diez años,
o cuando resucitasen para el juicio final.
Lo intentaron en otro bar. Era de
los que abrían en segunda hornada sin llegar a ser un alter. Allí aguantaron
poco porque ya se les había acabado el dinero y no les conocían lo suficiente
como para fiarlos o invitarlos, de hecho no los conocían en absoluto. Además
era un lugar más popular, lo que quiere decir un euro más por botellín que el
común de los mortales. Dieron cierre, ellos, no la discoteca, que tenía más
manga ancha aunque, como buen miércoles, no mucho personal. Salieron y
volvieron a sus casas por el casco histórico intentando alargar todo lo posible
el recorrido común. No era extraño que se acompañasen unos a otros porque sus
tertulias de mamados les merecían la pena.
Hoy podía ser la ultima vez, por lo menos la última vez allí. Por el
camino, cerca de la catedral, en una puta calle vacía por la que siempre hacía
viento y frío, aun en agosto, se sentaron en un banco al lado de un parterre
lleno de tulipanes. A uno de ellos se le ocurrió la fascinante idea de
levantarse, arrancar una de las flores, una amarilla, y comérsela antes de que
nadie pudiese disuadirle con el mejor argumento del mundo: “Tío, que ahí mean y
cagan perros”. Después de dicho el imbécil hizo cocos y ascos. Los otros dos se
descojonaron un rato. Después se aburrieron y se acabaron marchando.
Un poco más adelante encontraron un
cacho de espuma azul. Era más densa y recia de la que se usa para rellenos y
tapizados. Vendría de alguna obra cerca. Estaba en una plaza, entre una iglesia
grande e imponente (con su mendigo oficial y pintoresco en la puerta en horario
de oficina) y un palacio viejo de alguna rancia familia nobiliaria que puede
que ya se hubiese desamortizado de el o no. Eso ellos no lo sabían, no podían
saberlo y les importaba una mierda. uno le dio una patada al cacho de espuma.
Siguió otro. Se desataron a jugar a una especie de feliz y bendito futbol-rugby
en el que casi todo valía. Era lo más divertido posible en este puto mundo. Así
perdieron la noción del tiempo entre empujones, coces y hacer el canero como si
realmente fuesen buenos (los tres eran deportistas penosos y acoordinados). Las
farolas se apagaron. Ya se veía perfectamente. Había amanecido. Aunque siguiese
sin haber ni dios por la calle ésta tenía un no sé que de querer despertar, de
arrancar en breve. Antes de que eso pasase, y ya rotos de jugar como chiquillos
se dieron las buenas noches varándose. Cada mochuelo tiró para su olivo. Aquí,
es donde en las películas pone “FIN”.
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