El día de la entrevista llega y toca
otro madrugón más. Por lo que pueda pasar Aurelio Memelo se lava la cara, se
afeita, se echa desodorante, after shave y una colonia de caballero rancia que
huele como el traje con el que se entierra un anciano centenario de los que no se descomponen, se amojaman. Muy
limpio y repeinado marcha para allá. Llega, por dar buena impresión y si se
puede acabar antes, con una protocolaria media hora de anticipo. Sigue torrada,
dormida, se le acumula el cansancio del trasnochar y, aunque cada vez le queden
menos partidos por jugar en las botas, se agarra al césped con pasión, con
desesperación. Y como la vida ya la ha toreado bastante sabe que de esto, de lo
del cursillo de limpieza aunque la seleccionen, lo completen, le den el diploma
y los euros; nadie la contratará después. Pero mientras tanto lo que se rasque
va por delante. Como hemos dicho llega pronto. Contempla con regocijo y fe el
lugar.
El edificio es un colegio de primaria
abandonado. Los carteles de las paredes, algún calendario aún colgado, la foto
del rey y los libros de texto viejos por aquí y por allá, entre el polvo y el
desorden, indicarían a un memoriado fotográficamente e inductivo que ningún
chiquillo pisa por allá desde los noventa (dichos chiquillos ya habrán entrado
en quintas, salido y algunos hasta puede que sean abuelos). ¿Dónde estaba
Horrora Butrón a mediados de los noventa? No se acuerda. No pasó mucho, igual
que ahora, encadenando un día detrás de otro sin plan si aspiración. Volvemos
al lugar. En la puerta no hay nadie recibiendo, ni vigilando que se cuele
nadie. Deben estar pensando reconvertir el lugar para servicios públicos y
atención al ciudadano. El solar sería bueno para uno de esos trucos y pelotazos
que ya no se llevan, antes si, y dar un pellizquito. Está muy guarro y
descuidado. Aurelio Memelo pasa timorato. Sigue una conversación que escucha
apagada por ahí. Cuando llega a la antesala hay una esperando. Pregunta
educadamente, disimulando lo que se tiene que disimular a esas horas de la
mañana y en esos lugares del mundo, si está esperando para lo del curso. La
otra contesta que si. Fin de la conversación. Ya sabiendo dónde es, se pone a
esperar con lo único que se puede hacer en una de esas: mirarse los zapatos, al
reloj, por la ventana, volver a empezar, evitar el contacto visual con la
desconocida… desconocida que las virtudes fisonomistas de Horrora Butrón pintan
como una marujona gorda, teñida de rubio con raíces, chabacana, con gafas (dato
que no es que diga mucho respecto a una persona) y carrito de la compra (dato
que aun dice menos). Puede que dentro se le esté descongelando la panga, puede
que no.
Por supuesto la pasan antes, que en
este país siempre ha estado muy mirado lo del “oiga, que yo he llegado antes
que ese señor”. Dentro no la tienen mucho rato. Sale contenta. Hay un entreacto
de unos diez minutos en el que se escucha perfectamente hablar al
entrevistador, por teléfono dada la falta de interlocutor físico, de ir a cenar
no sé dónde. Se abre la puerta al fin. Aurelio Memelo pasa y se sienta sin que
la inviten en una de las sillas frente
al escritorio del profesor. Reciclando todo el mobiliario, con ese verde y su
resistencia al trote de todo: la mesa del maestro, las sillas del otro lado que
son de alumnos, la pizarra, las estanterías, los corchos… la entrevista
comienza rellenando un formulario sobre los logros académicos y laborales de
nuestra interesada (poca cosa que se pueda escribir). Después le explican
que el papel es el treinta por ciento de
la nota sobre la que se baremará quién pasa y quién no. El setenta restante
corresponde al coloquio que debe mantener a continuación con el figura. Se
ponen a ello y es una pavada. Por lo menos también es breve. En la despedida el
amigo le informa que no debe hacerse muchas ilusiones porque no está dentro de
las categorías de marginalidad, o de sus bordes, que más puntúan y a las que
está dirigido el programa de reinserción que paga el curso. ¡Copón que de
burocracia y recovecos! Por lo que parece, piensa Horrora butrón, solamente los
pobres tienen boca. Bueno, los pobres oficiales y de las estadísticas guay,
porque ella es pobre y parece que no la tiene. Sale cómo y por donde ha
entrado. Ha perdido una mañana. Se para en la puerta de la escuela un segundo
decidiendo en que pasar el rato hasta lo hora de comer y en si después habrá
siesta o no (que la habrá, no se puede luchar contra el instinto). En esto el
entrevistador sale a fumarse un cigarrillo. No tiene mechero y le pide fuego a
Aurelio Memelo. Este, por desgracia, tampoco tiene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario