Después de un año fuera había vuelto a casa y nada había cambiado una
mierda. Había significado un círculo, correr en una cinta andadora. Era un año
más viejo, lo que es, únicamente, un año más próximo a morirme. Ni más
inteligente, ni más maduro, ni más exitoso o fracasado. El hogar me había
vuelto a atrapar con la impostura de una trampa chapucera y mal disimulada en
la que se mete la cabeza, manso, sabiendo que no se va a sacar ni bien ni
fácil. Y por supuesto que fue así. Desde el primer día la casa, con todo lo que
conlleva: el lugar y su alma enferma; se dedicó a aniquilarme lo humano. Mucha
saña que a los días escasos me había matado la energía transformándome en un
tiesto apático, agorafóbico, misántropo, débil y temeroso que únicamente pasaba
el día viendo transcurrir el tiempo en un conteo pesado, asfixiante e
interminable.
Intenté resistirme, aunque fuers pelear contra todo alrededor, contra
todo aquello invisible y acechante, un pegamento casi. Mientras pude conserve
una esperanza, un sueño, el puntito de huevos que se necesita para tirar un
poco más. Yo me había pegado un año fuera, ya lo he dicho. Un año en que saqué
los pies fríos y la cabeza caliente. Bueno, menos el inglés. La necesidad de
comunicación me lo había entonado bastante. Fui para allá con el idioma
secundario obligatorio escaso y muy oxidado y, cuando vine, pegando patadones y
coces a la gramática de su graciosa majestad, era mi idioma automático y no me
hacía falta siquiera procesos mentales de traducción-feedback-traducción. Por eso,
y ante el deterioro de un entorno en el que la única posibilidad era estar
tirado en el sofá todo el puto día jalando como
un cochino y mirando la tele, yo me quería volver fuera. Concretamente a
Londres.
¿Y porqué Londres? Por todo: ser la capital del imperio; poder hablar en
algo y que se me entendiese (no está la vida para ponerse de nuevas con la
lengua de Bismarck); un mundo de posibilidades (frase estereotipo de película
con happy end) laborales y de ocio; la huida, lejos, a tomar por saco; cotizar
en libras esterlinas; ver el barco acabarse de hundir sin estar dentro de él…
Era un paraíso, perdido, encontrado, con manzana, sin ella, con plátanos,
peras, kiwis, la macedonia entera y Rita la cantaora. También tenía un motivo
más pragmático. Conocía un par de tíos en Londres. Gente que me había
prometido, con el valor que hoy por hoy una promesa puede tener como contrato
vinculante, buscarme algo. Tipos que eran más o menos lo mismo que yo (incluso
diría peores, pero hay que ser modestos en este existir para no desentonar, que eso está feo). A
ellos se les había aparecido la virgen, o vendido su testículo derecho al
demonio, y ahora Londres los abrazaba, los quería, los mantenía y los dejaba
vivir, que es mucho más que solamente te dejen sobrevivir. Ellos quizá me lo pintasen
con la opulencia del que está bien. Puede, no digo yo que no. Hay pocas cosas
para espolear la envida cainita como el éxito de un vecino, familiar, amigo o
arrimado. Encontrar un trabajo allí y, con él, unas puertas abiertas, doradas y
resplandecientes con un neón de burdel rosa sobre ellas parpadeando “TODAS LAS
POSIBILIDADES”. Londres, fantástico en su propio tópico.
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