Después, y como soy un imbécil, empecé con los cuentos de la lechera. Sin
tener una verdadera opción, oportunidad; sin realmente hacer un intento serio,
fuerte y significativo para irme; me puse a soñar la vida allí. Lo primero que
me plantee es cómo sería una hipotética rutina: que trabajo, cuánto dinero, qué
horarios, dónde estar, qué comer, qué vestir, por dónde ir a los sitios, qué
sitios. Miré hasta qué vuelos había, precios y demás. Más tarde ya fantaseaba
con producciones cerebrales en technicolor, cosas como si ir o no a un
gimnasio, cual de ellos, si podría ir a ver al Chelsea (siempre de los equipos
ingleses fui del Chelsea) y comprarme una bufanda rollo retro, en franjas
blancas y azules, para ello. Todo eso, ingenuo e idiota de mi, me lo imaginaba
y lo vivía de antemano con toda la utopía. Buscaba en Internet durante horas y
comparaba, leía y miraba como si se tratasen de cosas que fuese a hacer al día
siguiente. En vez de entrar, miraba la casa desde la calle pensando que vivía
dentro. Cierto, esa energía y concentración las tenía que haber metido en la
realidad en lugar de hacerlo en el espejismo de esta. Miedoso como soy,
esperaba el milagro de la palabra que se me había dado. Pero esas son otras
historias que no vienen a cuento. Y de todas ellas, quizá mi mejor, mayor y más
elaborada paja mental sobre Londres fuese la bicicleta.
Porque yo, en mis meticulosos cálculos, me había planteado las
tribulaciones logísticas del transporte. En una ciudad en la que lo público
vale un cojón y conducen por el otro lado, la bicicleta era lo mejor. Además
que es un sitio civilizado del mundo (o esa leyenda tiene). Allí usar la
bicicleta sería normal y útil. Tendría aire viejo, negra, con sus guardabarros,
sus faros a dinamo, su sillín de cuero, etc… Por supuesto que tenía calculados
precio, lugar dónde comprarla, accesorios. Llegó a hacerse el símbolo para mí
de Londres. Sin poseerla, tenía auténtico pánico de que me la robasen y le daba
vueltas a las cadenas y candados que le pondría. Puede que lo viese así como la
alegoría de un prosperar, pasar de la nada a tener mi primer medio de
transporte. Y de ahí en adelante, imparable.
Pero no ha sido. Nadie llamó y Londres y su anhelo se fueron diluyendo
hasta la anomia. Allí se quedó todo. Otra vez como otro símbolo, esta ocasión
de lo que no fue, la imagen de la bicicleta, mi bicicleta, atada a una farola,
o un poste, aparcada y muerta del asco junto a otras, inexistente, imaginaria.
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