Cada tarde, a eso de las tres y
media, más o menos, le entraba el gusanillo nervioso. Era el momento en que se
consentía la dosis de ilusión (de sombra, de ficción…), en el que, sin
represiones del ego supersticioso y fatalista, pensaba “hoy será”. Eso lo
espabilaba de la rutinaria cabezada, babeante y desnucada, que se plantaba
entre pecho y espalda nada más terminar de comer (digiriendo, que es gerundio).
También por eso iba de otro animo al tajo, con algo parecido a ganas y abriendo
diez minutos antes de la hora. Todo para montar lo antes posible el portátil en
el escritorio. Encendía el aparato impaciente, expectante. El bicho, que ya
estaba para el arrastre y cascado como la puta que lo parió, indefectiblemente
ratebaba. Remoloneaba un buen par de minutos cargando las mierdas escondidas en
el disco duro, conectándose a la red wifi, actualizando sus pequeños
componentes… Era como un viejo desperezándose torpe. Entretanto, y por no
estampar la máquina contra un tabique, él colocaba los útiles de su oficio:
documentos, bolígrafos y demás utilería de papelería. Simultáneamente abría sus
páginas omnipresentes, la del perfil social donde nunca sucedía nada y la del
correo electrónico. De esta última dependían los trajines de esperanza que el
pobre pringado se traía cada tarde. Debían contestarle (si es que terminaban
por hacerlo) sobre una solicitud que había mandado. Era una respuesta que
encauzaría su futuro al máximo plazo que era capaz de concebir, seis meses
(como está la cosa, no es moco de pavo eso de planear a seis meses vista…). Por
eso seguía pautas infantiles de “quiero verlo pero no quiero” hasta hacer click
en la pestaña y comprobar que, una tarde más, solamente tenía algún puto spam
de mierda en la cuenta, y nada más. ¡Pobre panoli!
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