El acto era cutre, ramplón, nada del
otro jueves. Las carencias del presupuesto sumadas a la estancada imaginación
del personal (muy poco propenso a la innovación o a aflojar guita para
financiar cosas mejores) obligaban a la caspa. Para la entrada que se les
cobraba, demasiado se les ofrecía. Por otra parte, ninguno de ellos era
consciente del trabajo, poco o mucho, que había detrás de cada evento; de que
para poder lograr el apaño alguien debía meter horas como un cabrón previamente;
de que ese alguien no tenía ni medios, ni conocimientos ni estímulos para aviar
nada mejor y aun así (por delirios mentales como la vergüenza torera y el amor
por el jornal rácano que ganaba) procuraba sacar adelante algo presentable
dentro de las limitaciones. No merecía la pena, en absoluto.
Para esa noche estaba programada una
proyección fotográfica de instantáneas del terruño, recopiladas aquí y allá, en
los momentos especiales/espaciales del pueblo. En esencia, con toda la
prosopopeya que se le añada, solamente eran unos videos de diez minutos más o
menos con las fotografías en batería, una música de fondo (desde versiones
suaves de clásicos del rock a jotas regionales con toque fusión) y un par de
créditos (el de entrada titulando en tipografía chillona y el final con su
redundante rótulo “FIN” en idénticas tipografías colores y cortinillas que el
primero). Con eso se mataba la actividad principal del miércoles de esa semana
cultural. Ah, sí. Tras eso había bingo. Una pequeña lotería miserable en la que
optar a premios de menos de treinta euros, la auténtica atracción de la noche.
En torno a ella se agolpaban los piojosos de la parroquia como una legión de
moscas verdes sobre el cadáver de un sapo recién espachurrado en la carretera.
Lo de las fotos, en realidad, era la excusa, el matiz “cultural” para la
justificación.
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