Estuvo allí desde el principio,
desde casi la sobremesa. Mucho antes de que se prendieran las fogatas, mucho
antes de que estas se hiciesen brasas en las que asar el pescado, mucho antes
de todo eso, ya andaba por la plaza rondando como un ser carroñero. A su
voracidad no la detenían ni los años, ni que el condumio a repartir fuese lo
menos indicado médicamente para una vieja de calditos y purés, ni renquear de
un lado a otro, penosamente, apoyada en una muleta de aluminio. Guardaba su
sitio como un perro de presa, dispuesta a enfrentarse a todo aquel que la
contradijese o le expresase una mínima oposición a su deseo febril y animal de
hartarse a sardinas y chocolate. Era gratis y ella tenía derecho a ellas como
ciudadana, no desperdiciaría la ocasión aunque las malas lenguas la estuviesen
despellejando un mes, o más. Ojala que su conciencia cívica, y su pasión por
embutirse como una puerca con lo comunal, se trasladase a iniciativas más puras
como la solidaridad o la defensa de sus derechos sociales. En fin, tampoco era
la excepción, solo una más de la miríada de jubilados que, cada día, atasca las
colas de celebraciones por toda la piel de toro dónde se reparta comida gratis:
paella, chocolate, cocidos… Grandísimo país de tragaldabas y panzas,
representados por la senectud gastronómica y epigástrica de sus mayores.
Ella solamente fue la primera, pero
ni mucho menos la única. Poco a poco, la zona se fue llenando de cofrades al son
de la música y al penetrante olor de las sardinas. Todos con el mismo objetivo,
y el mismo perfil, sobaban ansiosos los platos, cubiertos y vasos (algunos casi
jarros y fuentes, para así poder coger más). El menaje se lo ponía cada uno, pero no pasaba nada. Lo importante, el
verdadero meollo, no daban dado. Finalmente, y ante la presión popular, se
arrimó mechero a las pilas de madera. Todas las viejas (ella la primera) se
estremecieron de gusto relamiéndose como gatos.
Al rato la plaza entera estaba apestada
por el tufo del manjar. La manduca estaba lista y eso se notaba en las miradas
de pique de semáforo que se lanzaban unos a otros. Todavía quedaba la duda de
si se organizaría alguna cola de racionamiento o el modo divertido, la anarquía
del “maricón el último” tan popular en el descontrol de los organizadores. Se
impuso esta alternativa casi por necesidad. Y es que con los peces todavía en
las parrillas, algunos ya los querían arrancar de allí y zampárselos aunque se
abrasasen el esófago. La presión popular forzó la estampida, el pistoletazo y,
en cuanto se desprendieron las primeras sardinas de las alambres, todos se
abalanzaron sobre ellas como famélicos.
La vieja, por supuesto, hizo valer
su privilegio de haber llegado la primera y, mitad a voces, mitad a codazos,
arrambló con su ración humeante, medio desmenuzada por las prisas. Empezó a
masticar, cabezas y espinas incluidas, antes incluso de salirse de la caótica
fila. ¡Qué buenas estaban! Tanto que repitió unas cuantas veces, mezclándolas
con vaso tras vaso de chocolate. Era una combinación como para cargar un cañón,
la ambrosía de los dioses. Ella, y como ella casi todos, estuvo engullendo y
engullendo hasta el dolor.
Esa noche, en la cama, tuvo una de
las indigestiones más felices que se recuerde.
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